PRESENTACIÓN

SENDAS DE LAS CERRADILLAS, RINCONES Y DE LA AZUELA (JUNIO 1990)

Cartografía de 1877 (IDE Andalucía)
En el proceso de acercamiento del antiguo asentamiento árabe, al pie de la Calle de los Moros, hacia cotas más bajas en busca del río, con toda seguridad la aldea de Los Rincones, formada por la cortijada de Rincón Bajo y Rincón Alto, tuvo mucho que ver. Seguramente sirvió de puente para las alquerías que se iban instalando más hacia el sur, a orillas del arroyo de Las Cerradillas, retornando a asentamientos, vías y sendas que muchos siglos atrás existieron allí.
El caminante pretende transitar, en la ida, la llamada Senda de Las Cerradillas o de Los Rincones para, una vez culminada esta, efectuar el regreso por la Senda de la Azuela, de connotaciones históricas importantes por ser utilizada desde tiempos remotos por arrieros y ganaderías al converger dicha senda en su totalidad con la importante Cañada Real de la Rambla de la Teja, considerada como una de las vías pecuarias más importantes de Andalucía.
Serán, en total, más de once kilómetros de recorrido con partida y llegada en el pueblo de Huesa y durante los cuales se salvará un desnivel de más de 800 metros desde la salida, a unos 650 metros sobre el nivel del mar, hasta el punto más alto, el Cerro de las Carboneras, a 1.462 metros. Transcurrirá el itinerario por un paisaje agreste y feraz enmarcado por los dos sistemas montañosos, dentro de la Sierra del Caballo, definidos por los picos de la Mesa, a la izquierda en sentido de la subida, y por el cordel de los cerros del Madroñal y las Carboneras, que se van cerrando por el norte hasta formar el inicio alto del valle sobre el que se asienta el pueblo de Huesa, a la mitad del mismo.
El día, de principios de verano, ha amanecido radiante de sol, aunque no muy caluroso. El caminante sale, temprano, del pueblo por el llamado Camino del Rincón que, con sus apenas quinientos metros separa y une a la vez esta aldea de paso obligado para acceder a las explotaciones agrícolas que trepan hacia la sierra, así como a los recursos madereros y ganaderos abundantes en el entorno. Sale el camino de la población, por el barrio anexo a la iglesia, bordeando las instalaciones semiderruidas de lo que fue en su día una almazara de aceite, sustituida en la actualidad por otra más moderna. Cada vez más viviendas se están construyendo en el camino lo que aventura que, de seguir así, no pasará mucho tiempo en que aldea y pueblo se unan trocando camino en calle.
A la izquierda, al pie de las cuevas que se excavaron aprovechando la orografía del terreno, discurre el arroyo de Las Cerradillas, que divide al pueblo en dos. A la derecha verdes y frondosas olivas de tronco leñoso y negro trepan hacia la roca y acompañarán al caminante hasta las primeras casas de El Rincón Bajo. Penetra el caminante en un pequeño núcleo urbano con casas, blancas de cal, alineadas a lo largo el camino, que confieren a la aldea un aire como de otro tiempo, casi medieval, con construcciones de siglos pasados que mantienen su robustez ante otras más modernas que luchan, a veces con éxito, por integrarse en el entorno. En conjunto, si no fuera por el paso, de vez en cuando, de algún vehículo a motor y de algún otro que aparece aparcado en alguna callejuela adyacente, el ambiente que ofrece la aldea es de total calma y tranquilidad bajo la mirada escrutadora de los vecinos y el ladrido de los perros que no reciben de muy buen grado a los visitantes.
Las ramas ágiles y audaces de las higueras asoman por las tapias de algún patio saludando con su negro fruto, casi maduro, el solsticio de verano que acaba de pasar. Dos perrillos, reminiscencias de aquellos guardianes fieles y feroces que, en pasados tiempos no muy remotos, campaban a sus anchas, acompañan al caminante hasta la salida de la aldea, retornando ufanos a su feudo, con la cabeza alta y rabo enhiesto, con la satisfacción del deber cumplido.
Cruza el caminante, en la salida, por un puentecillo que ha visto alguna vez que otra anegado, el arroyo de Las Cerradillas que baja claro y con poco caudal. El caminante tiene para sí que gran parte del caudal natural del arroyo debe estar siendo utilizado, aguas arriba, para llenar albercas que posteriormente se utilizarán para riego de huertas y olivar.
El estrecho camino de hace un cuarto de siglo que el caminante transitó en infinidad de ocasiones, sólo aptos para animales de carga, es ahora un carril habilitado también para vehículos, aunque de firme bastante irregular y no lo suficientemente ancho como para encontrarse dos de frente. Un simple vistazo al entorno permite comprobar, a diestra y siniestra, que las veredas y estrechos caminos de antaño están siendo sustituidos progresivamente por otros más anchos aptos para vehículos, para una mejor comunicación de los cortijos entre ellos mismos y con la aldea. El caminante piensa en los efectos positivos de estas medidas y está de acuerdo en todas aquellas que permiten una mejor intercomunicación entre las gentes siempre que no se rompa ese difícil equilibrio entre modernidad y ambiente que, por difícil, suele dar malos resultados en nuestra geografía, no demasiado sensible con temas ambientales. El caminante recuerda con nostalgia lo concurridos que estaban estos caminos en tiempos pasados durante la época de recogida de la aceituna, con un incesante ir y venir de animales cargados de sacos de aceituna con destino a las fábricas.
Sigue el camino paralelo al arroyo, que remonta por su margen derecha. El arroyo está prácticamente oculto por álamos, sauces, junqueras, zarzales y adelfas además de vegetación menor propia de ribera húmeda, donde el zorzal común y el jilguero entonan sus cantos. A izquierda y derecha el sempiterno olivar, donde canta y anida el colorín, moteado, a veces, por almendros, higueras y alguna huertecilla adosada a los cortijos, que aportan un tono distinto de verde al paisaje al que se une el de los pinos y carrascas que se adivinan en la altura. Algún que otro cortijo aislado más los que componen la cortijada de Rincones Altos añaden el color siena a la variopinta paleta del paisaje serrano.
Pasa el caminante, unos cientos de metros más arriba de la aldea, por la que fue mítica Fuente de las Mimbreras, ahora oculta y seca, en el mismo cauce del arroyo, otrora símbolo de la zona por sus frescas aguas y lugar de reunión de las mujeres del pueblo que acudían a hacer su colada sembrando de blanco las junqueras aledañas. Fuente también de provisión de agua para la gente y abrevadero para el ganado. El caminante ignora el porqué de su desaparición y teme que las restantes fuentes naturales de la zona hayan corrido la misma suerte. El caminante quiere creer que la falta de utilidad actual por los cambios habidos en las modernas viviendas en comparación con las de antes puede haber sido el motivo de su desaparición. Ciertamente era punto de referencia para todos los habitantes de la zona.
Unas cosas desaparecen y otras nacen. Al levante, al pie de unos farallones anónimos, dos importante y tupidas reforestaciones de pinos destacan por su frondosidad y añaden una nota de color verde intenso, imprescindible para todo paisaje serrano que se precie. El caminante no sabe el nombre, y bien que lo siente, de los varios farallones que se suceden a su derecha, que se yerguen, como gigantescos triángulos de roca, verticales, aislados, perfectamente alineados de sur a norte. El caminante no sabe su nombre, pero sí su altura de modo que, en el sentido de la ascensión se presenta el primero, el más cercano al pueblo, con sus 981 metros, a continuación, otro con 987 metros, seguidamente el más impresionante, con sus 1.029 metros que, teniendo en cuenta la altitud de su base, no sería descabellado decir que presenta una pared lisa de cerca de 300 metros. En el vértice del valle nuevos farallones, también anónimos, rondan los mil metros. El caminante siempre ha creído que estos farallones no tienen nada que envidiar a otros que ha visto en otros sistemas montañosos y que podrían hacer las delicias de los amantes de la escalada. Eso sí, teniendo en cuenta que estamos en pleno Parque Natural de la Sierra de Cazorla, en zona donde nidifica el buitre leonado, con lo que ello comporta.
De todos los itinerarios posibles en Huesa, este de Las Cerradillas, puede ser, según la humilde opinión del caminante, uno de los más agradables y salvajes que se puede hacer. Un enorme patrimonio natural y una gran diversidad de flora y fauna acompañarán al caminante a lo largo y ancho del periplo. Mientras ha caminado paralelo al arroyo no ha faltado la alegre compañía de trinos y gorjeos de los pajarillos que pululan por la vegetación del mismo. El caminante perderá esa referencia porque quiere ser fiel al trazado secular de la senda que acometió a primeras horas de la mañana.
El carril tiene continuidad hacia Las Cerradillas propiamente dichas pero el caminante vadea nuevamente el arroyo para tomar una senda pronunciada que forma parte de la original. Esta senda, que discurre bordeando una profunda rambla, lleva, en su parte más alta, a la conocida como Calle de los Moros, posible asentamiento de la población en la época árabe y sitio donde ha habido excavaciones y se han encontrado los más ricos vestigios de dicha época en forma de utensilios y armas. También quedan, en superficie, algunos restos de muralla de lo que debió ser algún tipo de torre fortaleza y sistemas de regadío, como la que popular y local-mente se llama “cuna del rey moro”. Todo protegido por uno de los farallones anónimos citados anteriormente, el de 987 metros de altura. La fuente de Las Tanganetas, a la sombra de su peculiar nogal y unos metros más abajo, podría haber formado parte del sistema de regadío y abastecimiento del asentamiento. Ahora, encorsetada en su caño de uralita, no se parece mucho a la de antaño, cuyo caudal se vertía casi en su totalidad a la rambla que nace allí mismo y poco más abajo se une al arroyo de Las Cerradillas.
El caminante, antes de retomar la senda, se da unos minutos para imaginar lo que pudo ocurrir allí y reverdecer las innumerables veces que reptó y descendió por aquellos singulares parajes de la Calle de los Moros, con sus enigmáticas cuevas, puerta de entrada, junto con la Boca del Caballo, el recóndito mundo floral y animal que se oculta en aquellos intrincados parajes donde reina la cabra montesa, el muflón, el ciervo y el jabalí y controlan las alturas el águila real y el buitre leonado. Donde el madroño y el enebro ponen su roja nota disonante al verde del pino negro, del pino carrasco y del chaparro. Donde la boja, el romero, la jara, la retama, la coscoja y el lentisco alfombran los suelos reteniendo las aguas en beneficio de las especies arbóreas y dan cobijo a la perdiz, a la víbora y al alacrán.
Desanda el caminante unos metros el camino para retomar el itinerario de la antigua senda que, por un camino estrecho que se toma a la derecha, entre el olivar y previo paso por una alberca de gran tamaño invadida por las ovas, llevará al caminante al carril que dejara algo más atrás, cuando tomó rumbo a la Calle de los Moros. Este carril, con acusadas subidas y bajadas, ha seguido casi paralelo al arroyo, por su margen derecha, discurriendo por la falda de la sierra hasta casi las mismas Cerradillas donde, en un giro de casi 180 grados, atravesará de nuevo el arroyo y continuará ascendiendo, como carril transitable para ciertos vehículos hasta la misma base del farallón más alto, también anónimo, que guarda el paraje llamado la Boca del Caballo.
Justo en el giro que hace el carril, antes de cruzar el arroyo, un camino conduce a las cascadas del arroyo de Las Cerradillas donde el agua que viene encañonada de las cumbres se despeña en cascadas de considerable altura y belleza algunas, que se remansan en pozas en las que la chiquillada solía bañarse. Se forma este arroyo de las aguas que recogen, por una parte, los altos picos del Poyo de las Ovejas, en el cierre norte del valle, todos por encima de los 1.350 metros, y por la otra de los regatos que bajan del collado del Cerro del Madroñal, también en el cierre norte del valle.
Continúa el caminante hacia arriba por un carril de pronunciada pendiente y piedra suelta que lo hace casi intransitable a gran parte de vehículos turismo. En las alturas, sobre las cumbres de los picos, el águila real vigila su territorio. El eco del graznido de los grajos que nidifican en el farallón anticipa su presencia. Con toda seguridad la cabra montesa, desde su atalaya, vigilará también en prevención de los peligros que puedan acechar a su prole tanto por tierra como por aire.
Llega el carril a su final al pie del farallón que guarda la Boca del Caballo. Un turismo estacionado en el pequeño rellano en el que acaba el carril, acusa visiblemente su tránsito por estos caminos en forma de polvo adherido a ruedas y carrocería. Los ocupantes hacen fotos desde todos los ángulos al farallón, que muestra una sorprendente actividad volátil fruto de la abundancia de nidos en su negra y vertical pared, raída por el tiempo y las inclemencias. Los ocupantes, un hombre y un niño de no más de doce años detectan la presencia del caminante, guardan la cámara fotográfica y se dirigen al caminante, que ha aprovechado el receso para descansar y refrescarse un poco.
—Buenos días. Duro camino, eh amigo.
—Buenos días –contesta el caminante—. Sí así es. ¿Quieren un trago de agua?
—Pues muchas gracias, sí, se lo aceptamos. Veníamos para un momento y no hemos traído nada. La verdad es que no veíamos la hora de irnos y ya íbamos teniendo sed.
—¿Sois del pueblo? Pregunta el caminante.
—Sí, yo soy de aquí, aunque me fui del pueblo siendo muy pequeño, a finales de los años cincuenta. Mi hijo ya nació en Madrid, pero como su abuelo y yo no paramos de hablarle del pueblo, se ha empeñado en conocerlo y aquí estamos. Es la primera vez que viene él, yo suelo escaparme de cuando en cuando pero no demasiado. La verdad es que, casi siempre coincidiendo con algún acontecimiento de la familia, acompañando a mis padres. ¿Y tú, eres también del pueblo?
—Pues sí, soy también de Huesa, aunque me marché casi a finales de los sesenta a buscarme la vida. No obstante, suelo venir bastante a menudo por el pueblo para matar el gusanillo y ver a los amigos y familia, que todavía queda alguna por aquí.
El paisano y el caminante intercambiaron apodos y procedencias familiares para situarse en el contexto del pueblo y casi llegaron a la conclusión de que eran familia, aunque lejana.
—Está fatal el camino hasta aquí en coche. Teníamos que haberlo hecho a pie, pero ya se sabe cómo es la gente joven. De caminar, poco. Ya veo que tú vas ligero de equipaje y ataduras.
—Pues el carril no debe tener mucho tiempo porque la última vez que estuve por aquí, no hace muchos años, estaba realmente mal. Ahora parece una autopista, lo que pasa es que quizá sea más para coches más adaptados a lo rural –añadió el caminante—.
—Veo que acaba aquí. ¿Cómo se puede seguir?
—Pues a través de los senderos de toda la vida, tanto los que siguen hacia la Cueva del Agua y hacia el puerto de Tíscar como los que parten desde la Boca del Caballo, aunque estos no te los recomiendo. La mayoría ya ni existen y eran los que utilizaba antiguamente la gente que iba por leña al Caballo.
—¿Por aquí se puede ir al puerto de Tíscar? –Pregunta intrigado el paisano—.
—Por supuesto, es duro, pero se puede ir. Antiguamente se utilizó este sendero para eso precisamente, incluso para ir al santuario sin necesidad de dar la vuelta por Belerda. Este sendero, cuando se culmina, enlaza directamente con la Cañada Real de la Rambla de la Teja, muy importante en otros tiempos.
—¿Es allí adónde vas? Nosotros vamos de regreso ya, que tenemos que estar allí a la hora de comer.
—Más o menos –contestó el caminante—. No llegaré al puerto ni al santuario, cuando corone seguiré la cañada, ya de regreso, hasta completar la antigua senda de La Azuela y regresar al pueblo. —¿La Azuela? No había oído hablar en mi vida de esa senda, seguro que mi padre tampoco. Se lo preguntaré cuando baje al pueblo, que me está esperando allí.
—No me extrañaría que tu padre tampoco la conociera, no es muy conocida, aunque forma parte de la corta historia del pueblo –explicó el caminante—.
Se despidieron los paisanos con un apretón de manos emplazándose a tomar unas cervezas en cualquier bar del pueblo. El coche dio la vuelta, como buenamente pudo, en el pequeño espacio de que disponía y partió camino abajo dando saltos y soltando polvo. El caminante permaneció aún un rato admirando el impresionante y vertical farallón de 1.029 metros de tirada. La simple contemplación desde la base ya produce sensación de vértigo, al caminante se le ponen los pelos de punta al imaginar la sensación que debe sentirse desde la cima.
Pese a que continúa hasta enlazar con la cañada real, hasta la Boca del Caballo llegaba la senda que utilizaban habitualmente los leñadores para proveerse de leña de pino y carrasca, utilizada tanto para consumo propio de todo tipo como para la fabricación de carbón por los piconeros. Introducirse por aquí hacia lo más profundo de la montaña significaba utilizar senderos realmente duros tanto por su pendiente como por su estrechez, aptos solamente para animales de carga. El caminante, en su ignorancia infantil y adolescente, siempre confirió connotaciones misteriosas a esta entrada a las profundidades de la montaña, en las que su imaginación situaba al lobo, ese animal totémico de la infancia, tan vilipendiado por los adultos, que penetraba muy profunda-mente en las fobias y temores de la niñez. Todo era posible en el imaginario infantil y adolescente de aquellos postreros años de posguerra en los que pervivían aún las perturbaciones ocasionadas por la guerra, no percibidas de forma consciente por los pequeños, pero sí de forma subliminal. En ése ambiente espeso, que también retratara Érice en su ópera prima, todos teníamos nuestro Frankenstein particular.
La removida de tierras que ha originado la construcción del carril ha tapado parcialmente el sendero que continuaba valle arriba. Al caminante le cuesta poco dar con él. Continúa, como continuara tiempo atrás, pegado a la sucesión de paredes verticales entre cada vez menos olivar que se asienta en pequeños bancales formando terrazas que han sido ganadas a la montaña a través de los siglos. Son centenarias olivas de regadío, fuertes y frondosas que, año tras año, han de reñir una dura batalla contra la cornicabra, que por aquí llaman “cornita”, y todo tipo de arbusto de la flora mediterránea, de los muchos que abundan en la zona, como si quisieran recuperar el terreno que les fue arrebatado por la mano del hombre.
Una mirada hacia atrás para contemplar el camino andado, permite la visión de un amplio panorama, con los farallones en primer término que, vistos desde otra perspectiva, parecen distintos, con representaciones antropomórficas y de animales, al libre albedrío de la imaginación de cada cual. En segundo término, el pueblo de Huesa, desparramado sobre el amplio valle dominado por el olivar. A continuación, la depresión del río Guadiana Menor y el sistema montañoso del Cerro Miguel y el Tomillar, con la Peña Cambrón destacando sobre todos, no tanto por su altitud como por la curiosa forma de su cumbre, redondeada. A la derecha el Aznaitín, Sierra Mágina, Larva y Jódar.
Súbitamente, como de sopetón, el caminante ve interrumpido su ascenso por una valla metálica que limita el acceso a los últimos bancales de olivar. Pese a que un rústico mecanismo de apertura permite seguir avanzando por el mismo, deja un raro regustillo al caminante, enemigo acérrimo de poner vallas a nada y mucho menos a la montaña. El caminante quiere creer que la instalación de tales vallas va más dirigida a impedir que los animales salvajes de la zona puedan hacer daño a las olivas, comiéndose sus tiernos brotes, con el consiguiente perjuicio, que a marcar propiedades. El caminante, tiempos atrás, fue testigo directo en varias ocasiones, de la huida en estampida, al notar la presencia humana, de montesas y ciervos que, encaramados sobre sus cuartos traseros, daban buena cuenta de los árboles. Tarea difícil la de poner vallas a la montaña y a sus moradores, por lo intrincado del terreno. En cualquier caso, los propietarios tienen perfecto derecho a proteger sus propiedades.
Un escuálido perrillo, aparentemente más ladrador que mordedor, trata de amedrentar al caminante, que ha abierto la verja y penetrado en sus sagrados dominios. El caminante, firmemente decidido a continuar y desprovisto de cualquier utensilio de defensa, trata de llegar a un acuerdo amistoso con el can. Fallida labor, como no podía ser de otra manera, de tal modo que tuvo que recurrir al amago de agresión para que aquél, rabo entre las piernas, huyera camino arriba sellando, contra su voluntad, el armisticio que permitiera al caminante atravesar sus pagos en paz y armonía. El perrillo, desde la lejanía, volvió a ladrar, prolongadamente, con desgana, ya sin ira, como dando su autorización.
Son muchas las cuevas que abundan por la zona. Muchas de ellas ignotas y de difícil y peligroso acceso, encaramadas en las verticales paredes basálticas, a buen seguro inexploradas y utilizadas solamente de refugio por animales salvajes. Otras como la Cueva del Agua, la del Madroñal o la de Los Santos son visitables y se aprecian en ellas restos de haber sido utilizadas por nuestros ancestros en algún momento de la historia, bien como refugio o vivienda.
La Cueva del Agua, no confundir con la homónima de Tíscar, da nombre al paraje y se encuentra, camino arriba, dentro del arroyo de Las Cerradillas. Se accede a ella desde una pequeña explanada, a unos mil metros de altura, utilizada como huerta, en la que hay restos de cimientos de lo que debió ser una vivienda. Hay también una alberca, posiblemente de origen medieval, que se ha utilizado durante siglos para el riego del olivar que se derrama a sus pies. Esta alberca, situada al pie del farallón que cobija La Cueva del Agua, se llenaba desviando, un poco más arriba, las aguas del regato que baja del Cerro del Madroñal. Este regato más el que baja del circo de cumbres del Poyo de las Ovejas confluyen algo más debajo de la citada cueva y forman el Arroyo de Las Cerradillas, encajonado en su origen por unos impresionantes, inaccesibles y profundos cañones, con paredes de hasta cien metros de altura.
Se accede a la cueva por un senderillo que parte de un lateral de la alberca y que es también acequia de alimentación de la misma. Pequeñas terrazas abancaladas descienden hacia la parte baja de la oquedad, directamente hacia la cueva donde una cascada de unos veinte metros de altura guarda la entrada de la cueva. No hay mucho caudal y apenas unos hilillos de agua sirven para mantener la humedad necesaria para que las algas que pueblan la pared de la cascada permanezcan verdes, así como la vegetación que ha ido creciendo a la entrada de la cueva impidiendo, casi, penetrar en la misma. La cueva, invadida por la maleza, con sus estalactitas y estalagmitas, de no mucha profundidad, pero sí de notable altura, ha servido durante siglos para abrigo y refugio de seres y ganados como lo atestigua la negrura de sus techos causada por el humo de las fogatas y los excrementos animales.
El silencio es total, absoluto, sólo roto por el goteo del agua, el graznido de los grajos, el canto de los muchos pájaros que anidan en las paredes rocosas o que surcan del cielo sobre la oquedad, el “dorondón” de los cencerros y el ladrido de los perros de algún hato que pace por los alrededores. El caminante presenció en distintas ocasiones verdaderas cataratas de agua volteando sobre la cascada que impedían la entrada a la cueva y desaconsejaban acercarse al cauce. Este hecho se producía coincidiendo con épocas de deshielo o de fuertes lluvias, dando lugar a un grandioso espectáculo, ya no demasiado conocido años atrás y cada vez menos, según avanzan las generaciones, al tratarse de una zona de imposible acceso para vehículos y, por tanto, de cierta exigencia física.
El caminante lamenta la desidia de las distintas administraciones, locales y comarcales, en potenciar y dar a conocer los muchos valores naturales que tiene la zona para la práctica del senderismo y la escalada. También como posible aula de la naturaleza para la observación de especies animales y vegetales de todo tipo. El caminante ha visitado otros lugares, bien publicitados, que no reunían, ni de lejos, las características que adornan estos parajes de La Cueva del Agua y senderos adyacentes, y que son conocidos por gran parte de la población española amante de la naturaleza.
Más arriba, junto a la acequia que va a la alberca, altiva y misteriosa, una cueva excavada en la roca, en la pared del farallón que da al barranco, con la entrada protegida por una pequeña puerta metálica llama la atención del caminante. Para retomar nuevamente la senda que iniciara por la mañana, el caminante regresa a la explanada donde se encuentra la alberca desde donde sale un sendero, no muy bien definido, que bordea el farallón. El caminante camina despacio, como si fuera un explorador que ha de ir pendiente de cualquier detalle del camino. El sendero pasa por una pequeña instalación de madera, muy deteriorada, que debió utilizarse para encauzar el agua del arroyo. El caminante, ya de suyo silencioso y que en su deambular por parajes vírgenes procura siempre hacer el mínimo ruido, sorprende en unas pocillas a una madre con sus jabatos, no pudo cuantificar cuantos, que se revolcaban en el barro y saciaban su sed y que salieron en estampida cuando detectaron su presencia, posiblemente por el olor, al soplar viento del sureste.
Deja atrás las últimas olivas y transita ya, casi coincidiendo con el curso del regato, entre frondosos bosques de pinos. La pendiente aquí es muy pronunciada y a veces el camino no está muy bien definido, lo que no es problema ya que siempre está visible el collado al que el caminante quiere llegar en primera instancia: el collado del Madroñal, a 1.300 metros de altitud aproximadamente.
Tras una dura ascensión, más por la pendiente que por la longitud, el caminante corona el collado. Aunque ralo de arbolado, magnífico balcón sobre el puerto de Tíscar, con la Atalaya del Infante Don Enrique en primer plano y con grandiosas vistas al norte, de la cuerda del Rayal y del conjunto de la Sierra de Cazorla. No menos grandiosas las que ofrece el sur, con todo el valle del Guadiana Menor y las sierras granadinas de Huétor y Sierra Nevada además de Sierra Mágina. Pasa por este collado del Madroñal, al pie del cerro homónimo, la llamada Cañada Real de la Rambla de la Teja que, aunque en la actualidad es semidesconocida, tuvo gran importancia en tiempos pasados como vía pecuaria, una de las grandes vías pecuarias andaluzas. Nace también en este collado el Cordel del Chorro, que comunicaba esta cañada real, internándose en plena Sierra de Cazorla, con el mismo nacimiento del Guadalquivir y enlazaba con otras cañadas reales, como la del Gilillo, y otros cordeles.
Parte de este collado la Senda de la Azuela, llamada también en algunos mapas de la Lazuela, objeto y segunda parte del itinerario emprendido por el caminante en el día de hoy. No sabe el caminante con qué topónimo quedarse. La palabra lazuela no tiene ningún significado aceptado por la Real Academia de la Lengua. Sí lo tiene la palabra azuela: pequeña herramienta de carpintero utilizada para desbastar madera. Posiblemente sea una deformación de la palabra hachuela que haya desembocado, con el paso de los tiempos, en azuela. El caminante no se va a pronunciar al respecto, tampoco es que lo sepa, y opta por usar el topónimo de “Azuela”.
Durante siglos las vías pecuarias, compuestas por cañadas, veredas, cordeles y coladas, comunicadas entre sí, formaron un intrincado complejo de redes de comunicación imprescindible para las gentes y para el desarrollo económico de los pueblos de Andalucía. A imagen y semejanza de aquéllas y construidas muchas veces sobre el mismo trazado, las actuales vías de comunicación, carreteras, autovías y autopistas, son un remedo de las mismas.
En el recorrido que actualmente contempla la Junta de Andalucía, arranca o muere, que nunca se sabe bien lo que es principio o fin en estas sendas, la Cañada Real de la Rambla de la Teja, en término municipal de Quesada, en la confluencia de las carreteras JV3265, de Huesa a Úbeda, con la A322, que va a Quesada, en un gran meandro del Guadiana Menor, cerca de la Venta del Barco. En plena Edad Media debieron confluir en ese punto otros cordeles que comunicaban con la parte más occidental de la provincia. Coincide en ese punto, prácticamente, con el inicio del Cordel Espartosa, que debió unir la Tugia íbera con el río Guadiana Menor, dando salida a los minerales que se extraían en Cástulo.
Su trazado, en dirección este, coincide con el de la carretera JV3265 hasta el Puente de la Teja, de donde toma la cañada real el nombre, que delimita los términos de Quesada y Huesa. Antes la habrán cruzado la Vereda de Lacra y el Cordel de Los Arrieros. En ese mismo puente, donde nace también la antigua Vereda del Cerrillo a Arroyomolinos de 11,5 kilómetros de longitud, sigue la cañada el curso de la Rambla de las Canales, que viene de Los Rosales y que delimita los términos de ambos municipios. Continúa la cañada, ya en dirección este, siendo límite municipal con Huesa, como lo será en todo su trayecto, y cruza la carretera A315 casi a la altura de Los Rosales para ascender, por la Senda de La Matanza, hacia la Mesa y el Poyo de las Ovejas. Continúa hacia el Collado del Madroñal, donde enlaza con el Cordel del Chorro para seguir, ya con dirección sur, hacia el Cerro del Madroñal, Cerro de Las Carboneras y Cumbres de Poyatos, girando luego hacia el este a la altura del Peñón de Padilla, donde enlaza con el Cordel del Romeral, para seguir hasta el Mojón de los Tres Términos, donde finaliza tras un trazado de casi 21 kilómetros de longitud y una anchura, que le otorga la ley, de noventa varas. En la secesión que se inicia en febrero de 1847 y que finaliza con la independencia de Huesa respecto a Quesada, la vara de medir que se utiliza en gran medida para conformar el nuevo término es, justamente, el trazado de la Cañada Real de la Rambla de la Teja, lo que da una idea de la importancia que tuvo tal vía.
Al caminante, hecha la exposición, le gustaría que estos espacios naturales de indiscutible interés histórico y ecológico como estas vías pecuarias, no sólo deberían tener un alto nivel de protección por los organismos correspondientes, sino que debían ser cumplidamente publicitadas por los municipios en donde se ubican, como un componente más de la historia y el acervo de los mismos. La realidad es otra muy distinta, estas vías no solamente son unas grandes desconocidas para la mayor parte de la población, sino que además son gravemente agredidas en las cercanías de los conjuntos urbanos, con el consiguiente silencio de las administraciones. El caminante cree que se deben buscar nuevos usos, aunque sólo sean educativos o de tiempo libre, para estos viejos caminos.
El caminante asciende el breve trayecto que hay hasta el pico que precede al Cerro del Madroñal, de 1.336 metros de altitud y allí repone fuerzas, a la vez que se deleita con las majestuosas vistas que, en panorámica de 360 grados, se le ofrecen. El sol de junio pega fuerte a esas horas del día y el caminante, cabello al aire por su manía de no usar ningún tipo de montera, busca refugio bajo los árboles, no muy abundantes en la cima. Recostado a sotavento sobre una roca sombreada y sobre unas mullidas hierbecillas que verdean y se mueven al compás de una ligera brisa, el caminante se entrega en brazos de Morfeo por un corto período de tiempo, que espera sea suficiente descanso para arrostrar la vuelta por la Senda de la Azuela, que se inicia en el collado, algunas decenas de metros más abajo. Pese a que la citada senda arranca directamente desde el collado y discurre algunos metros más abajo de los cordeles de los cerros, entre tupidos bosques de pinos y carrascas, sembrados de abundante vegetación, el caminante opta por seguir el cordel y pisar las cumbres de los cerros a la espera de que, en un momento determinado, algún indicio le ilumine para volver a la senda buena. La Senda de la Azuela, en su trazado histórico, discurre íntegramente por término municipal de Huesa y no comparte ningún tramo, excepción hecha de su inicio, con otros términos municipales. Por estas alturas nunca falta leyenda y la de esta senda, aunque ignota por el momento, debió ser fascinante.
Media hora después el caminante reemprende el camino hacia el Cerro del Madroñal, trescientos metros de fácil caminata a través de un estrecho cordel, sin casi obstáculos. La cima, de 1.416 metros de altitud, está también bastante pelada y desprovista de arbolado. Se conoce que los fuertes vientos se ceban en estas cumbres e impiden la aparición de arbolado y de vegetación de arbustos, tan abundantes en las laderas. Se ven senderillos apenas definidos y restos de ganado ovino o caprino. El caminante, sabedor por otras ocasiones de la existencia en estas alturas, de abundantes manadas de montesas y ciervos, camina con sigilo y con el oído y el ojo presto. Ya había avistado, en la subida, algún Íbice encaramado en la roca que asoma al precipicio, ahora atisba, o a lo mejor lo cree así, algunos ojos mirando fija y amenazadoramente desde la espesura, erguida la cabeza, desafiante la cuerna. El caminante, que se siente extranjero en estas cumbres y es muy respetuoso, hace mutis por el foro, por lo que pudiera pasar, y sigue su camino.
Ente cima y cima, del Cerro del Madroñal al de las Carboneras, apenas 600 metros de un camino, no trazado, fácil y que se recorre con facilidad alentado por una suave brisa y por las magníficas vistas que se ofrecen a los cuatro puntos cardinales. La brisa acentúa el aroma balsámico de la vegetación. Una vegetación dura, olorosa, de romero, salvia, espliego, mejorana, aliagas, matapollos, de cantueso, de jaras, de tomillos. Una vegetación mareante de olores.
Con su cima a 1.462 metros de altura, es la más elevada del término municipal de Huesa. A sus pies el frondoso valle de la Cueva del Agua, Las Cerradillas y Los Rincones. Un poco más abajo, Huesa, y una serie de picos, sierras, pueblos y valles cuya exposición podría resultar redundante pero que confirman que no hay vista mejor del entorno de la comarca que la que se divisa, sea cual sea el punto, desde esta impagable atalaya que representa la cima del Cerro de las Carboneras, tan fácil de alcanzar y tan poco visitada.
El antiguo trazado de la senda discurre, como queda dicho, pocos metros por debajo de la cañada real, aunque paralelo a ella. El caminante que ha examinado a conciencia el terreno desde la altura, no duda de la existencia de la tal senda, pero apenas se distingue entre el arbolado y el follaje algún senderillo que anime a retomarla. Decide, pues, continuar camino por la cañada real hasta llegar a la altura de La Cumbres de Poyatos donde ya sí se produce una separación importante entre senda y cañada, 1.200 metros más abajo del Cerro de las Carboneras.
El día sigue diáfano y claro y aunque el sol, que está en la media tarde, pega de firme, la sensación de calor queda mitigada por la brisa de levante que, aunque no es muy fuerte, no cesa de soplar. Sigue el camino, fácil y agradable, las Cumbre de Poyatos, a la vista desde el mismo cerro, se alcanzan enseguida. Son varias cumbres, apenas perceptibles, que se presentan a la izquierda del caminante, peladas y casi sin vegetación, de casi 1.300 metros de altitud, al pie de las cuales, por el este, serpentea la carretera de Belerda y por el sur la misma carretera y Agua Hedionda y los Collados de Belerda, a través de la pronunciada falda de El Lanchón. Llega el caminante al punto de separación. La senda aquí deja de fluir en dirección sur para virar hacia el oeste discurriendo, por la cresta del macizo rocoso que se eleva sobre la Calle de los Moros y el antiguo asentamiento árabe. Siguen manifestándose, majestuosos, aunque con una perspectiva muy distinta, vistos por detrás, los farallones de la Boca del Caballo y de la Calle de los Moros.
El caminante deja la Cañada Real de la Rambla de la Teja, supera por su inicio una profunda vaguada y busca la cresta de la mole rocosa por alcorces seguramente trazados por el ganado o los animales salvajes. A la derecha, como si fuera producto de un impresionante tajo o de un hundimiento de la montaña, enormes paredes verticales coronadas por cimas de más de 1.200 metros de altitud, ponen contrapunto a las suaves laderas, bastante ralas de vegetación que, por la vertiente opuesta, descienden hacia el este, hasta la carretera de Belerda. El camino, que no es fácil y es muy recomendable andarlo zigzagueando debido a las acusadas pendientes, transita entre algún bosquecillo de pinos y el profundo cortado de la montaña, entre abundante vegetación mediterránea, donde no falta el acebuche, el romero y el tomillo.
Desde la creta de las montañas, que está próximo a dejar el caminante, la perspectiva sobre el pueblo y valle de Las Cerradillas es magnífica, igualmente de todos los sistemas montañosos del entorno y de los pueblos cercanos. Dejar la cuerda de la montaña implica dejarse caer por las laderas de la misma. El caminante, mapa en ristre, intuye que el trazado de la Senda de la Azuela debió coincidir con una pequeña vaguada, la más al sur que ha podido encontrar, que sólo ofrece verdor por su parte más baja. En esta vertiente, de carasol, varios bosques de pino de reforestación, perfectamente alineados, ponen la nota verde al gris marrón de la montaña. Al otro lado, en la vertiente, la de umbría, el caminante intuye Cueva Grande. En el curso medio de la vaguada otro bosquecillo de pinos reforestados procura al caminante sombra para refrescarse un poco y descansar. Al caminante le pasa, quizá no sea solamente a él, que las cuestas que bajan le cansan más que las que suben.
Retoma la senda el caminante que desciende bruscamente en busca del olivar, que se ofrece a los pies. La bajada la hace con calma, La vaguada termina en un tupido bosque de pinos que linda ya con el olivar. El caminante, que lo había visto desde la altura, opta por seguir la falda de la sierra hasta lo que debió ser un grande y próspero cortijo del que apenas quedan los cimientos y el perfil de lo que fue una era. Continúan los bosques de pinos repoblados a esta vertiente de la montaña. Un poco más abajo del cortijo en ruinas, junto a la carretera, lo que por su olor, tamaño y disposición es la explotación ganadera de un amigo del caminante, que debe haber encerrado ya al ganado. A la altura de la explotación, el caminante pisa nuevamente asfalto y regresa, por la carretera de Belerda, a Huesa. Han sido once kilómetros, más o menos, de subidas y bajadas, de hollar senderos desconocidos y, probablemente algunos, vírgenes, de disfrutar con la contemplación del mundo animal y vegetal. El animal, tan poco acostumbrado al ser humano que, durante el itinerario, se ha mostrado más curioso que asustadizo.
El caminante no ha querido ni pretendido otra cosa que darse su propio gusto y de paso, si lo consigue estará muy contento de ello, dar a conocer algo del acervo popular de su pueblo. El caminante, no sabe si ha conseguido captar lo esencial, lo que es invisible a los ojos. El solsticio de verano es época ideal, según el caminante para echarse al camino, la largura del día permite hacerlo de forma pausada, sin temor a la distancia y al receso. La Senda de la Azuela merecía ser transitada en un día como el que se le presentó al caminante, para andarla sin prisa, como debieron hacerlo aquéllos que la iniciaron, ¿cuándo? No lo sabe el caminante, tampoco lo ha podido averiguar, pese a que lo ha intentado, al no haber testimonios escritos de la misma. El caminante tiene su propia opinión y cree que fue de uso habitual desde la Edad Media hasta principios del siglo XX. Tampoco tenemos testimonios orales sobre ella. Algún día se recuperará del olvido. 

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