PRESENTACIÓN

PEÑÓN DE PADILLA, ARROYO MOLINOS, BELERDA, DON PEDRO Y TÍSCAR (JUNIO 1994)

Cartografía de 1900 (IDE Andalucía)
El caminante desayuna temprano y se aprovisiona. Sale de Huesa por la empinada calle Real hacia la carretera de Belerda por el Ventorro. A la derecha la Cañada Marín y Los Comunales, más lejos las dehesas del Guadiana y el Cerro Miguel, a la izquierda la Sierra del Caballo con Cueva Grande en primer término, tan enigmática en la distancia.
Ya se derrama el sol por la dormida ladera de la sierra. El sol flordelisa de oro la vegetación de matorral que cubre la misma produciendo un efecto de gran belleza. Apenas pasado el cortijo del Ventorro el caminante comparte camino con dos parejas de mujeres que van a dar su caminata matutina probablemente después de dejar a sus hijos en el colegio. Van alegres, parlanchinas, a buen ritmo.
—Buenos días, señoras, que el camino les sea leve y que tengan buen día.
—Igualmente, ¿va usted, por un casual, a Belerda?
—Pues sí, voy a Belerda, aunque dando una vuelta por Arroyo Molinos, voy a ver qué queda por allí.
—Pues nada, lo dicho, que tenga un buen día.
Apenas caminados diez minutos después de despedirse de sus compañeras de camino, el caminante deja la carretera de Belerda y, a la altura de la Pisada de la Vaca, coge a la derecha el Camino viejo del Pozo que lo dejará a los pies del Peñón de Padilla, primer alto que quiere hacer.
A la izquierda, enmarcados por los altos perfiles de la sierra, al paraje de Agua Hedionda, con su cortijo homónimo, más adelante Cuesta Blanca. Debe su nombre el paraje Agua Hedionda, “Aguadionda” para los locales, a la existencia unos manantiales de aguas ferruginosas y mal olientes de las que se tiene conocimiento desde la antigüedad. Pascual Madoz en su obra “Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar” se hace eco de la existencia de un manantial de agua sulfurosa fría, que se utilizaba para usos particulares.
Hasta los pies del Peñón de Padilla el Camino viejo del Pozo transcurre por lo que fue el importante Cordel del Romeral, a partir de ahí se separan siguiendo el camino dirección este, bifurcándose más adelante hacia Belerda, Arroyo Molinos y Ceal. El Cordel del Romeral es una vía pecuaria y de comunicación que, desde la antigüedad, unió la Tugia romana con las planicies granadinas pasando por Quesada, Huesa, Arroyo Molinos, Hinojares y Pozo Alcón y que quedó en desuso con la modernización del campo y los transportes. El camino más importante iba de Quesada a Huesa, y desde allí pasando por Arroyo Molinos e Hinojares alcanzaba Pozo Alcón, a partir de donde la ruta se bifurca, dirigiéndose un ramal hacia Huéscar y otro hacia la depresión de Guadix. Este paso probablemente sea el antiguo puerto de paso de la vía romana que se cita en el itinerario de Antonino.
Dos kilómetros más adelante y una vez pasada la balsa de Maclino, con una pequeña ascensión a campo a través desde su vertiente sur el caminante se encarama a la cima del Peñón de Padilla, de 904 metros de altitud, con su mojón hermano gemelo del de Tabernillas, construido en la misma fecha. Se conoce que la administración aprovechó la ocasión para repartir a troche y moche mojones por los alrededores. Casi por la misma cima del Peñón de Padilla pasaba la Cañada Real de la Rambla de la Teja, que viene de Quesada atravesando toda la sierra.
El caminante, ya en la cima, se toma un ligero descanso y disfruta con las vistas que por los cuatro puntos cardinales se le ofrecen. Al norte El Lanchón, con las cumbres de Poyatos; el Caballo, con Belerda a sus pies y Don Pedro, un poco más arriba; Tíscar con su santuario y su castillo, orgulloso y desafiante. Hacia el oeste El Caballo de Huesa, Huesa y los inconfundibles Picos del Guadiana. Al sur la depresión del cauce del Guadiana Menor, con el Cerro Miguel, Peña Cambrón y más al fondo Sierra Nevada. A levante el Cerro del Cominar, Arroyo Molinos, Hinojares, que apenas se percibe y Cuenca, al pie del cerro homónimo de casi 1.600 metros de altitud.
Tal como aventuraban las nubecillas rojas que el día de antes vislumbró el caminante desde el Tabernillas, el día amaneció caluroso y despejado y el caminante, que, pese a que no ha recorrido mucho camino, acusa el esfuerzo, aprovecha para refrescarse antes de descender.
Desparramadas por la misma ladera del Peñón de Padilla una madrugadora y abundante manada de cabras y ovejas procedentes de un aprisco cercano que se adivina a orillas de la carretera de Belerda por el Cortijo de Agua Hedionda, pasta apaciblemente. Dos perros de aspecto enclenque y miradas astutas vigilan el orden de la manada como perfectos conocedores del manual de instrucciones del comportamiento de la misma. El pastor, visera antigua calada con la experiencia y sabiduría de los años, es un hombre de unos cuarenta y cinco años de tez morena tostada por el sol y pelo rubio que, pese a su prominente vientre y corpachón de más de ciento cincuenta kilos, se mueve por el terreno con envidiable agilidad. El caminante que de suyo va siempre ahíto de buenos propósitos y gusta de profundizar en el alma de las gentes del camino, se acerca al pastor y comparte refresco con él.
—Buenos días amigo, ¿hace un trago?
—Sí, muchas gracias. Eso siempre apetece.
—Se presenta el día caluroso hoy, ¿no?
—Eso parece.
—Muy duro este trabajo, ¿no?
—Ni más ni menos que otro –responde el pastor.
El pastor es un hombre lacónico y escueto de palabra, como debe ser. Al pastor del Peñón de Padilla, como después explicó al caminante, le gusta su oficio, que ha hecho toda su vida y que heredó de su padre quien a su vez lo heredó de su abuelo y así hasta cuantas generaciones sean necesarias. Al pastor del Peñón de Padilla una de las cosas que más le gustan y que mejor sabe hacer es esquilar, tiene renombrada fama de ello en toda la comarca y además forma parte de su modo de ganarse la vida. El pastor tiene a gala y lo hace a menudo también, alternar en el ligue con cualquiera que guste de su compañía, sea de la clase que sea, sin por ello sentirse menoscabado en su ánimo. El pastor del Peñón de Padilla, es un hombre sabio como suelen ser casi todos los pastores con esa sabiduría propia de la meditación en la soledad de los campos.
Tras despedirse del pastor, un breve descenso por la misma ruta que lo trajo campo a través deja al caminante nuevamente en el Camino del Pozo que seguirá durante un kilómetro hasta llegar a una bifurcación que cogerá a la derecha para llegar a la aldea de Arroyo Molinos media hora más allá.
El polvoriento camino, que atraviesa algunas hazas de olivar, pocas, y otras sembradas de cebada donde se aprecia claramente cómo la corregüela y la amapola, plantas invasoras ambas y en plena y bella floración, entablan competencia desleal con el cereal, se hace agradable y llevadero. Transcurre por un terreno agreste y de poca vegetación con algunos subibajas donde, en verano, las gentes del pueblo acudían para la recolección de la alcaparra, que se adueñaba de los sembrados una vez segados y que se vendía posteriormente en el pueblo a personas que a su vez revendían a empresas dedicadas a su manipulación.
Desde una privilegiada atalaya, un poco antes de iniciar el descenso, el caminante se detiene y contempla la unión de las aguas del barranco de la Canal con el río Tíscar, un poco más abajo la convergencia del río Turrillas, que viene de la aldea de Cuenca, con el río Tíscar, que viene del puerto homónimo. Esta unión, a la altura de la ermita de la Virgen de Fátima, formará el río Ceal, que pocos kilómetros más abajo tributarán sus aguas al Guadiana Menor, a la altura de la aldea del mismo nombre.
Luego el camino desciende bruscamente hacia Arroyo Molinos, que ofrece al caminante un aspecto bien distinto del que ofreciera en sus años de esplendor. Apenas una docena de casas quedan dignamente en pie. Pese a ello la sensación que se percibe no es de abandono total, las tierras y las huertas situadas en la vega del río están cuidadas. El río Ceal baja caudaloso, límpido y alegre. El caminante hace un alto en su orilla para refrescarse, el agua está fría como corresponde a la estación y a su procedencia de los deshielos de la sierra.
Arroyo Molinos, protegida por los vientos de poniente por el Cerro del Cominar y acostada en su falda, es citada ya en fuentes que se remontan al siglo XVII. Cercana a la aldea de Ceal, a la que llegó a sobrepasar en importancia y población, es hoy una aldea despoblada, fantasmal, que tuvo su período de esplendor y mayor auge en épocas en que la arriería y la circulación de ganado predominaban como actividad económica. Su situación estratégica en el Cordel del Romeral, que va desde Toya a Pozo Alcón, propició un gran crecimiento llegando a tener, a mediados del siglo XIX escuela, fábrica de vidrio, tres molinos harineros, siete posadas e, incluso, una iglesia parroquial. En los alrededores de la aldea, se conservan las ruinas de esta fábrica de vidrio.
Varios bancales de olivar aprovechan que la vega del río se expande para presentar un arbolado hermoso y bien cuidado. El cauce, al igual que su padre el Guadiana Menor, está flanqueado por una abundante vegetación de ribera en donde abunda el álamo, el carrizo y el sauce, con la consiguiente avifauna que se deja notar de forma esplendorosa tanto en su colorido como en su música, amplificada por la ausencia de ruidos que no sean los propios que la naturaleza regala.
El caminante cruza el río por un puentecillo que hay un poco antes de recibir las aguas del Turrillas y penetra en el término municipal de Hinojares. El río forma frontera natural con dicho término municipal. Enfrente mismo la ermita de la Virgen de Fátima y unos cuantos cortijos a orillas del río Turrillas, ya en término de Hinojares, que presentan un aspecto más abandonado. Un corto camino sale a la derecha y lleva al caminante hasta la unión de ambos ríos. El caminante no quiere definirse por cuál se bebe a cuál, no quiere entrar en estas cuestiones. El caminante se alegra que el río Turrillas y el río Tíscar se junten, generosamente, para conformar el río Ceal que, a su vez, donará sus aguas al Guadiana Menor que, a su vez, donará sus aguas al padre Guadalquivir que, a su vez, donará sus aguas al Atlántico, formando así un todo acuoso común para uso y disfrute de la población mundial. Al caminante le gustaría que el mundo fuera de todos y que todos los recursos fueran de todos. El caminante siempre ha sido, y morirá siéndolo, un utópico empedernido.
Vuelve sobre sus pasos el caminante hacia la orilla derecha del río y encamina los mismos en dirección norte, no por el camino que lo ha traído desde el Peñón de Padilla sino por uno que discurre, aguas arriba, por la misma ribera del río. Unos minutos más arriba, en la otra orilla, en término de Hinojares, el Cortijo de las Placetas; otros minutos más arriba, el Mojón de los Tres Términos, vigilando la unión del río Tíscar con el Barranco de la Canal. Se llama así, como no podía ser de otra manera, por hallarse en la confluencia de los términos municipales de Hinojares, Quesada y Huesa.
Frente mismo al caminante, en la prominente Peña Negra perceptible desde casi todos los sitios con sus más de 1.200 metros de altura y pese a no estar reconocida como tal, se ha establecido una buitrera con una gran presencia de buitres leonados y águilas que, cada especie a su modo y manera, configuran un comité de recepción armonioso y agradable con sus vuelos en círculos y esa sensación de naturaleza salvaje que cada vez existe menos y es tan placentera. Las grajillas, con sus desagradables graznidos amplificados sobre la roca vertical, aportan también su cuota al atrezo general.
El camino continúa en permanente ascenso y a veces se diluye obligando al caminante a ir campo a través, aunque son trayectos cortos, más bien atajos, que entroncan nuevamente con otro camino más principal. Un kilómetro antes de llegar a Belerda el caminante, a la altura de la rambla del Fresnal, toma ya un camino ascendente que, orillado de olivar, lo llevará directamente a la pedanía de Belerda. Desde abajo la visión de las aldeas de Tíscar, Don Pedro y Belerda, con sus terrazas escalonadas, es una perfecta simbiosis de olivas, pinos y peñas que conforman un esplendo-roso paisaje de verdor y armonía propio de los paisajes serranos.
A la derecha el cerro de Santo Domingo se eleva majestuoso, con sus impresionantes barracones dedicados a la ganadería; a la izquierda los Collados de Belerda, tan transitados en épocas anteriores y tan duros para los romeros que iban al santuario de Tíscar; al frente el desafiante castillo de Tíscar, bajo los impresionantes farallones de Peña Negra; la aldea de Don Pedro y Belerda, con sus apenas doscientos habitantes que duermen sus sueños a setecientos veinte metros de altitud al amparo de la impresionante mole del Caballo y sus casi mil trescientos metros de altura, que cae hacia levante en una pared vertical sobre la que se apoya y refugia la aldea.
Es más de mediodía cuando el caminante entra en Belerda retomando la carretera de Huesa que dejó a principio de la mañana. La aldea se estructura a lo largo y a ambos lados de la calle Cueva del Agua, que coincide con la carretera que va de Huesa a enlazar con la C-323. La calle es estrecha y, aunque tiene poco tráfico rodado, hay zonas donde es casi imposible el paso de dos vehículos que se crucen. Las casas de los belerdeños son casas blancas, de dos alturas. Algunas casas, las de construcción más reciente, no respetan el blanco cal andaluz predominante
Los belerdeños conservan todavía su lavadero público. Los belerdeños son gente agradecida. Los belerdeños son gente que sabe reconocer aquello que les hace sumar. Los belerdeños han puesto a su calle principal el nombre del activo turístico más importante del que disponen: la impresionante Cueva del Agua, aguas arriba del río Tíscar, que el caminante visitará poco después.
Aunque perteneciente a Quesada de la que dista dieciocho kilómetros, por su proximidad con Huesa, de la que dista apenas cinco kilómetros, los belerdeños resuelven por lo general sus asuntos más domésticos en Huesa exceptuando los administrativos que han de resolver en Quesada. Los belerdeños, en su mayor parte, emparentan con gentes de la vecina localidad.
El caminante, que siente ya hormigueos en su estómago, continúa calle adelante hasta llegar a una plazuela, con su fuente y unos bancos, donde se encuentra el bar de la aldea. Al caminante, hambriento y sediento, le parece esta una visión de lo más gratificante. Dos parroquianos, sentados en unos poyos de obra adosados a la pared, a ambos lados de la puerta, escrutan al caminante como, supone el caminante, harán con todo extraño que se detenga allí. El caminante penetró en el bar en el que apenas había dos mesas ocupadas y no más de tres personas en la barra.
—Muy buenos días tengan ustedes.
—Buenos días –contestaron casi a la vez los allí presentes.
Todos los rostros, al unísono, se volvieron hacia el caminante.
—¿Me pone una cerveza, por favor? Bien fresquita, si es posible, que hoy pega de firme el sol.
El caminante, sediento como estaba, se ventiló en un abrir y cerrar de ojos, pecaminosamente, casi con gula, el fresco líquido que aquel bendito belerdeño tuvo a bien poner a su alcance. Acabada, pidió otra que corrió la misma suerte. El caminante no quiere pasarse en esto de mitigar la sed con bebidas generosas pues ya se sabe que la bebida en exceso potencia el sentimiento y afloja el esfínter del pudor.
A continuación, ya con mesa y mantel, un estofado de jabalí abundantemente regado con vino y con las excelentes aguas de la zona a un módico precio y tratado con atención, sació del todo al caminante. Es común por estas zonas serranas degustar de las distintas viandas que la cinegética procura.
Reactivado ya el caminante, que quiere acercarse a Don Pedro, a la Cueva del Agua y después a Tíscar, deja la carretera, que hace un giro de casi ciento ochenta grados a la puerta misma del bar y toma un camino que lo llevará a Don Pedro. El camino, que en sus primeros metros discurre ceñido a la mole del Caballo, coincide con el curso del río. A la izquierda del mismo las Casas de Ayozar, a la derecha las Casas de Mondareja donde se separan río y camino para continuar este hasta Don Pedro, donde llama la atención la desafiante silueta del Picón Larguillo, verdadero símbolo de identidad de esta población.
Frondosas higueras, almendros y algún otro tipo de árbol frutal comparten hábitat con el centenario olivar que, por estas terrazas hábilmente regadas, se manifiesta en todo su esplendor. Se cultiva también la patata, el habicholón, cebollas, tomates, pimientos, etc., para el consumo propio. Abunda también, en las formaciones rocosas y en las laderas de los montes, el pino carrasco. El rincón en sí está rodeado por una espesa vegetación de romerales, cornicabras, retamales, tomillares, aulagas y carrascas en su estado arbustivo.
Belerda, o Las Belerdas, que también se puede decir pues hay una baja y otra alta, forma con Don Pedro un conjunto monumental, disperso y armonioso con lazos históricos y sociales comunes. La difícil orografía configura un grupo de casas desordenadas y diseminadas por las distintas terrazas. Esta difícil orografía debió ser la que influyó en mayor medida en la leyenda que inspira la llamada Fiesta del Dios Chico que se celebra en diciembre en donde un grupo pequeño de belerdeños pusieron en fuga a una patrulla del ejército francés durante la Guerra de la Independencia valiéndose de un tambor y varias banderas.
La fiesta se desarrolla durante los días 25 y 26 con un corte-jo presidido por los Cargos: Primer Capitán, Segundo Capitán, el Bandera, el Cargo Chico y el Guinche, acompañados por un tamborilero. Ataviados con trajes del siglo XIX compuestos por guerreras militares de color azul, el Primer Capitán, y rojo el resto y tocados con sombreros napoleónicos, sacan a la Virgen en procesión hasta el Santuario atravesando las aldeas de Don Pedro y Tíscar.
El caminante recabó estos datos de sus contrincantes en el juego del subastado. Fue retado, vencido y humillado en toda regla. No porque no supiera jugar al taimado juego, que sí sabía, sino porque la falta de práctica le impidió evaluar con la debida rapidez y mesura no tanto los puntos que podía hacer él como los que pudieron levantarle sus adversarios tras quedarse alguna que otra subasta. El caminante dio por bien empleados las dos rondas de cafés y copa que perdió, quedándose con el amargo regusto de alguna más que su prisa no le permitió.
Don Pedro, que queda por debajo de la carretera que va surcan-do la sierra, derramada o más bien extendida en la buena tierra que va cayendo desde Peña Negra y el Cerro don Pedro debe su nombre al infante Don Pedro, tío de Alfonso XI, quien en 1319 ocupó estas tierras expulsando al reyezuelo árabe Mohamed Handón y a sus huestes. Como ha quedado dicho, la historia de estas poblaciones serranas ha estado indisolublemente unida desde tiempos muy remotos y continúa así en la actualidad emprendiendo proyectos comunes en beneficio de sus respectivas comunidades.
El agua procedente de la misma Cueva del Agua riega en cascada todas las parcelas de Don Pedro hasta llegar al viejo molino de aceite, harina y panadería, ya en desuso y abandonado, símbolo que fue de tiempos más prósperos en lo agrícola.
Siguiendo el camino, siempre ascendente, se llega a la joya de la corona de la zona: la Cueva del Agua. La Cueva del Agua. También conocida como Cueva de la Virgen de Tíscar donde, según la tradición, se apareció la citada virgen en 1319. Se trata de una gruta natural de caliza en donde la erosión producida por el río Tíscar ha formado profundas y estrechas gargantas por las que discurre el agua en grandes saltos y cascadas sobre pilones nítidos y profundos entre los que destaca el Pilón Azul. La cueva, a la que se accede a través de un túnel excavado en la roca de unos diez metros de longitud y poco más de uno de altura, es, con razón, llamada también Gruta de las Maravillas. El caminante recuerda con nostalgia los baños que, con motivo con la romería que se celebra en el santuario de Tíscar a primeros de septiembre, niños, adolescentes y adultos, se daban en los distintos y escalonados pilones para mitigar los calores propios de la fecha, así como recuperar los cansados miembros tras la dura caminata desde las aldeas o pueblos cercanos. El caminante cree que esta maravilla de la naturaleza debería formar parte del catálogo de monumentos naturales protegidos de la provincia de Jaén.
El interior de la cueva rezuma agua por todos los sitios. El caudal que presenta el río es considerable. Desde la parte superior de la cueva, donde se ofrece a cielo abierto, una gran masa de agua se despeña con un gran estrépito por las distintas cascadas dejando en el ambiente una sensación de humedad debido a la pulverización que la misma fuerza del agua produce al chocar contra la roca. El espectáculo es magnífico.
Aquí, sobre una pequeña oquedad en la pared de la cueva, hay una pequeña réplica de la Virgen, donde los lugareños devotos, considerando que esa es su primera y verdadera morada, depositan sus ofrendas. La hiedra cubre las paredes rocosas que están más expuestas a la humedad y a lo largo de la corriente ondea el musgo y el culantrillo. Vencejos, ruiseñores, murciélagos y todo tipo de aves buscan refugio en las oquedades incrementando más, si cabe, la frondosidad de la cueva con sus excrementos. Debido a su formación calcárea la lluvia en el interior es incesante especialmente en época de lluvia o correntía por lo que conviene tener en cuenta este extremo.
Debido a su excelente acústica y belleza, desde 1993 el segundo sábado de agosto, la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Quesada, en cuyo término está enclavado el monumento, organiza conciertos de música de distintos tipos como música árabe, andalusí, sefardí y celta.
Respecto a las creencias y tradiciones sobre la aparición de la imagen las hay para todos los gustos y creencias: desde la milagrosa aparición salvadora en la Reconquista con sucesivos intentos de destruirla, sin éxito; hasta la que los remonta a la época de los varones apostólicos y su exacerbado afán de levantar templos marianos. Parece haber dataciones de que la primera imagen de la virgen apareció por estas tierras allá por el año 35 de nuestra era aportada por San Isicio, santo varón y patrón de Cazorla. No hay fundamentos históricos, por tanto, que cada cual elija la opción que más le agrade, el caminante no se pronuncia sobre estos extremos.
Tras abandonar la Cueva del Agua, el caminante coge un camino que desde la misma explanada que sirve de aparcamiento lo lleva nuevamente a la carretera C—323. Unos metros más arriba y tras atravesar el túnel excavado en la roca hacia el año 1929 con motivo de la construcción de la carretera que uniría Quesada con Pozo Alcón y que pasa exactamente por debajo del santuario, está la pequeña pedanía de Tíscar, la más pequeña de las tres.
Aunque pequeña en la actualidad, pues apenas está habitada por dos o tres familias y la componen prácticamente el santuario, las ruinas del castillo y alguna que otra pequeña edificación, su importancia histórica está perfectamente alineada con la que tuvo su castillo y posteriormente su santuario, convertido, indiscutiblemente, en centro de devoción mariana de la comarca.
Algunas fuentes quieren atribuir al topónimo Tíscar un origen prerromano pero el caminante se inclina más por su origen bereber, procedente de la palabra “tischa” que hace referencia a paso o puerto de montaña.
El castillo de Tíscar fue un importante castillo construido en un paso de montaña que alcanzó su época de máximo esplendor entre los siglos XI y XV y, especialmente, con la formación del Hisn Tiskar, que aglutinaba a castillos fortificados cercanos de difícil acceso como el de Huesa, Belerda y Cuenca siendo el propio de Tíscar cabecera del dicho Hisn en virtud de su posición estratégica dominante. El castillo fue sede de una alcaidía y por aquí sentó sus reales el reyezuelo moro Mohamed Handón hasta que fue expulsado hacia el levante tras muchas conquistas y reconquistas que tuvieron su punto final en la conquista del reino de Granada que iniciaría un período de decadencia que llevaría a la práctica desaparición de todos los castillos. Pese a todo fue el último reducto árabe de la zona.
Al-Idrisi(1100-1166), famoso cartógrafo, geógrafo y viajero hispano musulmán hacía referencia al mismo en estos términos:
“Desde la extremidad de la llanura de Abla se llega a Khan-dac Ach, y de allí a Wadi- Ach (Guadix)...Y sigue “Guadix es el punto de reunión de muchos caminos. El viajero que, por ejemplo, quiere ir desde allí a Baza, asciende al monte Acin, pasa a la aldea Ubeda Farwa y llega a Baza después de haber caminado 30 millas...No lejos de allí, está el castillo de Tiscar que por su altura, por la solidez de su fortificación, la bondad del suelo y la pureza del aire, es preferible a todos los puntos de España. No es posible subir a él más que por dos puntos distantes entre sí más de doce millas y por senderos extraor-dinariamente estrechos. En la cumbre de las montañas hay rebaños y campos perfectamente regados y suerte que el castillo es tan notable por sus recursos como por su ventajosa posición”.
Otro autor musulmán, Rasis, escribió:
“está en alto, que allí no pueden poner escala en ninguna guisa e nonvos podría decir que alteza de su muro”
Aunque en el pasado ocupaba todo lo que hoy es el santuario, en la actualidad apenas se conservan restos, aunque sí gran parte de la impresionante Torre del Homenaje con su blasón del escudo de armas de Pedro I (1052-1104, según reza), empotrada en unos no menos impresionantes farallones rocosos, construida en el siglo XIV por orden de Don Pedro de Castilla en conmemoración de los hechos victoriosos en los que fue partícipe, que motivaron el fin del reinado de Handón.
El caminante con el propósito de hacer más llevadera la digestión de la copiosa comida, probablemente con mala conciencia, quiere subir hasta la hermosa torre. El acceso es muy difícil y peligroso y requiere de cierta preparación y cautela. Se inicia el ascenso a través de una muy pronunciada pendiente y unas escalerillas metálicas bailarinas, oxidadas y en no muy buen estado, no exentas de peligrosidad que dejan al caminante al pie mismo de la torre del homenaje, en el patio de armas. Se observa así la magnificencia de la construcción, con muros de casi dos metros de anchura que reafirman la situación estratégica que motivó su construcción y su inexpugnabilidad.
Dominando el paisaje tan sencillo
del santuario y las rústicas viviendas
se levanta poblada de leyendas
la ruinosa altivez de este castillo.
Carcomidas sus torres imperiales
y el murallón de yerbas coronado
es tan solo un fantasma mutilado
que recuerda las épocas feudales...
A la luz inquietante de la luna
contemplé por su plaza vagar una
humilde procesión de pobres siervos.
Y admirando sus naves solitarias
he visto que estas piedras milenarias
son refugio de buitres y de cuervos.
(Rafael Láynez Alcalá) 
28 de enero de 1.924
Las vistas desde allí son magníficas. Al norte la Sierra de Cazorla, el Rayal, el Picón del Guante, el Aguilón del Loco; al oeste la Atalaya del Infante Don Enrique, Sierra Mágina, Quesada; al sur Sierra Nevada, siempre presente, la Hoya de Baza, con su sierra vigilante y protectora, el Jabalcón, con sus antenas, el pantano del Negratín; y al este, con sus escarpadas paredes, el Cerro de Don Pedro y la Cuerda de la Calera.
Al pie mismo Tíscar, Don Pedro, Belerda, y la serpenteante línea gris de la carretera por la que trepa penosamente el autobús de línea que une Jaén con el Mediterráneo y que tiene parada un poco más abajo, en el cruce de la carretera del puerto con la que va a Huesa. Tras el autobús una nerviosa caravana de siete u ocho coches trata, infructuosamente, de adelantarlo en vano intento pues la línea continua está presente en casi todo el trazado de la carretera hasta la coronación del puerto.
El caminante, ensimismado en sus pensamientos, cierra los ojos y rememora los años sesenta y setenta con sus caminos polvorientos y casi intransitables repletos de gente y bestias procedentes de Quesada, Huesa, Pozo Alcón, Hinojares y otros lugares más o menos remotos. Son gentes humildes, muchas de ellas con promesa, que convergían en la explanada del templo y zonas adyacentes confiriendo al día un carácter festivo religioso entrañable, muy alejado del que fue adquiriendo con el paso del tiempo y la masificación que el atractivo lúdico turístico propició ayudado por la mejora de las vías de acceso a la zona.
Para el caminante el Castillo de Tíscar es un castillo de reminiscencias inevitables. El Castillo de Tíscar, llamado también Castillo de Peñas Negras fue declarado, muy justamente, monumento histórico en 1985 y Bien de Interés Cultural el 22 de abril de 1949.
Un rápido y vertiginoso descenso deja al caminante nuevamente en la explanada del santuario, recogida y silenciosa a esa hora vespertina. A la explanada de forma triangular, que se dice fue “excavada a pico en el año 1628” se accede a través de un arco por un extremo y por un desvío de la C—323 por el otro. Su parte oeste está cerrada por un edificio con apartamentos que se usa en ocasiones como hostería para peregrinos. En su parte sur el edificio más emblemático del conjunto: el Santuario de Tíscar.
En la misma explanada, en un mural frente al santuario, unos versos de Antonio Machado dedicados a la Virgen y a la Sierra de Cazorla, compuestos en 1924 durante su estancia como profesor en el Instituto de Baeza dejan constancia del amor del poeta por estas tierras y serranías jiennenses
En la sierra de Quesada
hay un águila gigante,
verdosa, negra y dorada,
siempre las alas abiertas.
Es de piedra y no se cansa.
—————————
Y allí donde nadie sube
hay una Virgen risueña
con un río azul en brazos.
Es la Virgen de la sierra.
ANTONIO MACHADO (1875-1939)
TÍSCAR AÑO 1953. XX ANIVERSARIO DE LA MUER-TE DEL POETA
Pese a que se le atribuyen orígenes diversos que pretenden remontarse hasta la época romana, lo más plausible es sustentar su origen en un pequeño santuario erigido tras la Reconquista cristiana en acción de gracias por las victorias sobre los sarracenos. Se convirtió así la Virgen de Tíscar en patrona del Adelantamiento de Cazorla.
Los elementos góticos y mudéjares que aún se conservan como jambas ornamentales y la gran puerta de entrada, de estilo gótico también, parecen avalar esta elección. Seguramente se inició la construcción entre los siglos XIV y XV, téngase en cuenta que entre la conquista cristiana de Quesada y la Tíscar transcurrieron más de setenta años. El templo se diseñó en una sola nave rectangular con bóveda de medio cañón. Las labores de construcción más importantes se efectuaron durante los siglos XVII y XVIII donde alcanzó el santuario su máximo esplendor. Tras la Guerra Civil, a mediados del siglo XX, otras reformas modifican parcialmente el aspecto anterior con la demolición de algunos muros medievales para adaptarlo a épocas más modernas en lo que a accesos se refiere, dejándolo tal y como está en la actualidad.
Distintas disposiciones eclesiásticas, avaladas por la gran afluencia de peregrinos, fueron confiriendo importancia al templo:
“Su Santidad el Papa Clemente VIII por bula de 3 de marzo de 1.603 concede 500 días de indulgencias a los fieles que visiten el Santuario de la Virgen de Tíscar”.
“En 1728 el Cardenal Arzobispo de Toledo, Diego de As-torga y Céspedes, concede 100 días de indulgencias a los que rezaren una salve ante la sagrada imagen de Nuestra Señora de Tíscar”.
“S.S. el Papa Pio IX por bula de 30 de enero de 1.877, admitió y recibió en la sociedad y comunión de los privilegios espirituales concedidos a la iglesia de San Juan de Letrán, a la Iglesia de la Virgen de Tíscar, de tal suerte que por esta agregación y recepción, todos los fieles de Cristo de uno y otro sexo que visiten la iglesia de Tíscar ganaran las indulgencias y todas las demás gracias espirituales concedidas a los que visiten la Iglesia Lateranense”.
Finalmente, la imagen actual de 1939, obra de un imaginero de Jaén llamado Jacinto Higueras, fue coronada el día 29 de septiembre de 1954 por el Cardenal Primado, Don Enrique Pla y Daniel, arzobispo de Toledo. Fue asistido por Don Félix Romero Mengíbar, Obispo de Jaén.
Cada primer domingo de septiembre se celebra la romería de la Virgen de Tíscar cuyos orígenes parecen remontarse al siglo XIV en conmemoración y acción de gracias por la reconquista del castillo. Centenares de romeros procedentes de las aldeas y pueblos vecinos e incluso de muchos sitios de España y del extranjero, producto de la emigración, se dan cita en el santuario y sus inmediaciones para ofrendar y rendir culto a la Virgen.
Va cayendo y refrescando la tarde y el caminante que sólo ha podido ver el santuario desde el exterior pero que lo ha visitado en varias ocasiones, considera cumplido su propósito al inicio de la jornada, cansado y con ganas de reposar, abandona la explanada por el arco situado en la edificación oeste.
Casi ya de anochecida el caminante se echa de nuevo al camino, a la carretera de ascenso al puerto, lleva las piernas algo torpes y cansadas y se encamina presto y alegre, carretera arriba, al Hotel del Vadillo, a unos centenares de metros, donde pernoctará y repondrá fuerzas. El caminante, en una reflexión de lo acontecido durante el día, no tiene muy claro sin son los lugares los que cambian o son las personas. Posiblemente serán los dos, pero... ¿al mismo ritmo? ¿O es el ritmo el que determina el cambio? En cualquier caso, los lugares ponen en evidencia el paso del tiempo en las personas. Sea como sea, mañana será otro día.

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