Cartografía de 1900 (IDE Andalucía)
El caminante ha dormido cumplidamente y se ha despertado temprano, ha hecho sus abluciones y preparado sus bártulos, despachándose a continuación un más que generoso desayuno. El caminante se encuentra pletórico y en forma. El caminante no quiere hacer etapas ni muy cortas ni muy largas. Dicen los expertos que el secreto de un buen camino es este, caminar durante una hora y media, más o menos, y hacer descansos de lo que más o menos pida el cuerpo y así hasta el final. Entienden los expertos que veinte o veinticinco kilómetros al día es un buen ritmo de marcha. Después, la realidad manda sobre los propósitos y estos salen o no.
Con el discurrir de los días y de los kilómetros los pies de los caminantes se convierten en brújulas, alma y corazón de los mismos. A partir de ahí la mente vuela libre, se camina a gusto y los pies eligen libremente el mejor camino a tomar. La caminante fía totalmente sus instintos a los suyos y se deja llevar.
La mañana primaveral es agradable y fresca, cosa que es de agradecer cuando queda mucho camino por andar. El año ha sido pródigo en lluvias y nieves y eso se nota en el ambiente, en la abundante vegetación, en el sano verdor de los árboles, en la alegría saltarina de los riachuelos y arroyos.
Al caminante, temprano, lo han dejado en la carretera C—323 a la altura del kilómetro 58 de donde sale un camino en dirección norte que, en poco más de media hora, lo lleva a la aldea de Cuenca y por el que tendrá que regresar luego para continuar su andadura. El camino, en no muy buenas condiciones, serpentea cuesta arriba, en busca del río Turrillas donde se suaviza un poco.
El caminante, en su segunda jornada, llega a la aldea de Cuenca como parte de un periplo que lo va a llevar a lo que es el objeto de esta narración: recorrer los caminos el río Guadiana Menor jiennense y sus sitios través de sus caminos, carreteras, trochas y cualquier vía que permita acceder a lo más relevante del mismo. El caminante quiere, también, visitar sus asentamientos, encaramarse a sus cumbres, hablar con sus gentes y, en definitiva, empaparse de todo aquello que enriquezca su espíritu y conocimiento que, para eso sirven estos ejercicios de confrontación personal.
Es Cuenca aldea perteneciente al término municipal de Hinojares, lo fue de Quesada desde 1257 hasta 1690 en que pasó a serlo de Hinojares al alcanzar esta su independencia de Pozo Alcón, de quien era pedanía. Manías y cosas de la historia en las que el viajero no quiere, y no sabe, entrar y se limita a citar.
Un grupo de casas medio destartaladas y medio en ruinas algunas, recibe al caminante en la aldea donde destaca el manantial de las Siete Fuentes que recibe su nombre del paraje en el que se ubica. Es un manantial de agua fresca y cristalina que conforma lo que será el río Turrillas, aunque sea el Arroyo de las Palomas, que nace al amparo del pico Cabañas, donde reinan el águila, el jabalí, el corzo y el madroño el auténtico padre del Turrillas. Este río tiene a bien regalarnos, cuando las lluvias son abundantes, un auténtico espectáculo que se manifiesta en la Cascada de la Vina-tera, que se despeña por un impresionante tajo desde una altura considerable. Al decir de los lugareños el caudal del “reventón” determina la abundancia y calidad de las cosechas. El caminante no ha podido verificar este extremo, sólo puede certificar la belleza de la tal cascada, hecho del que fue testigo en alguna ocasión.
Con apenas veinte habitantes y a unos novecientos metros de altitud, se asienta en las faldas del cerro de Cuenca, sin saber el caminante quién puso nombre a quien. Como cualquier aldea serrana que se precie tiene también su lavadero, de frías y cristalinas aguas. Tiene también unos destartalados restos de un castillo árabe en el cerro de la Salina, hacia el levante, en la cima de un promontorio con, al menos, cuatro torres, dicen los libros que tenía. La Piedra del Reloj, también hacia el levante y encaramada en un alto traza y propone, con sus tres escalones, un juego de sombras que permite a los del lugar seguir el curso de las horas.
—Oiga… ¿Y usted sabe leer la hora en la Piedra?
—Nada, nada. Usted perdone.
El caminante desanda el camino andado y ya de vuelta de la aldea de Cuenca hacia Hinojares, al frente, hacia el sur, disfruta de una vista impresionante. La Sierra de Baza, en primer término, hacia el sureste, con su penacho de nieve primaveral. A su derecha, como en segundo término, la Alpujarra almeriense, el puerto de La Ragua y Sierra Nevada, todas con abundante nieve que refleja violetamente los rayos del sol acrecentado por un día exento de nubes. Más a la derecha, hacia el oeste, la Peña Cambrón, Sierra Mágina, nombre que el caminante no sabe bien si es por magna o mágica, con el Aznaitín, con su geometría particular, desafiante siempre. Afortunadamente todos estos sistemas amparados bajo la protección de parques naturales, al igual que el que está atravesando el caminante en este periplo.
Aznaitín relampaguea:
es la piedra donde afilan
sus cuchillos las tormentas.
Más o menos a una legua de Cuenca y en camino siempre descendente se encuentra el municipio de Hinojares. En su inicio el camino va paralelo al río Turrillas, que se muestra contento, saltarín y generoso con unas veguillas de olivas que se ciñen a su cauce. Al poco el camino se despide del río y hace un giro hacia el oeste. El caminante volverá a encontrarse al río nuevamente en Hinojares.
El caminante siempre que se refiera al árbol por excelencia de estas tierras, lo referirá en femenino. Desde su infancia lo vivió así. Se conoce que, al igual que la gente que vive del mar utiliza el femenino para referirse a él, por estas tierras ocurre lo mismo. Debe ser una cuestión de agradecimiento para lo que ayuda a subsistir.
A medio camino y pese a lo temprano del día el caminante ve venir de frente a un grupo de jóvenes excursionistas.
—Buenos días, depende de dónde vayáis.
—Perdone, es verdad. Hemos salido de Pozo Alcón esta mañana al amanecer y queremos acercarnos a Cuenca para almorzar, visitar la aldea, el nacimiento del río y pasar la mañana allí.
Una muchacha de unos diecisiete a dieciocho años es la que se dirige al caminante. La muchacha es de pelo castaño y bastante agraciada. El resto, otra muchacha más y dos muchachos casi de la misma edad, la miran con cierto signo de arrobo. Van ataviados con ropa moderna y apta para la circunstancia. Al parecer no sólo lleva la voz cantante del grupo, sino que además parece disponer de la autoridad suficiente para hablar en nombre de todos.
—Nada, no falta casi nada. Dos kilómetros más o menos hacia arriba y llegaréis.
—Muchas gracias, ¿hacia dónde va usted?
—Voy a acercarme a Hinojares y luego a seguir mi ruta.
—¿Va usted a pie?
—Sí. Un servidor casi siempre procura ir a pie, especialmente cuando no tiene prisa.
—Es usted de por aquí, ¿verdad?
—Sí, soy de por aquí.
—Se lo he notado en el habla. Nosotros somos de Pozo Alcón. Pues nada, que tenga un buen día.
—Igualmente.
El caminante se sintió importante en lo que era su primera acción del día al saber dar la orientación que se le solicitó. Al caminante siempre le agrada charlar con gente joven y más cuando se muestran educados.
Un kilómetro más abajo el caminante se cruza, en sentido contrario, un hombre de unos cuarenta años montado en una mula torda, de amplia grupa y gruesas patas. El hombre va bien abrigado con una gruesa cazadora y pantalones de pana.
—Buenos días.
El caminante, que tiene bastante imaginación, quiere imaginarse que el hombre se dirige a cualquier hato de olivas que bordean el cauce del Turrillas, quizá a regarlas o a cavar las pozas o quitar la hierba de las mismas. El caminante lo cree así porque ha visto esta estampa muchas veces e, incluso, la ha vivido en primera persona en sus años de adolescencia. No puede evitar volver la cabeza y mirar la grupa de la mula moviéndose al compás de las orejas. El caminante cree que es una estampa en desuso, propia de otros tiempos, aunque bonita.
El camino está en buen estado y se anda con facilidad, ayudado por la inercia de la cuesta abajo. Al poco el caminante se tropieza con la carretera C-323 que, hacia la derecha y a través de un número incontable de cuestas y curvas y del puerto de Tíscar, nos llevaría a Quesada y hacia la izquierda a Pozo Alcón. El caminante la sigue hacia la izquierda para después, a poco más de un kilómetro, coger, hacia la derecha, el desvío hacia Hinojares, siempre cuesta abajo.
Hinojares, “echa pan y no pares”, dice el dicho popular. Hinojares, tierra de hinojos dice su nombre. El caminante entra en Hinojares por el barrio de las Cuevas Nuevas, excavadas en una ladera a mediados del siglo pasado aprovechando un momento de esplendor del pueblo y la naturaleza del terreno. Algunas tienen fachada y parte de casa y son muy aparentes. Otras están en peor estado. Son viviendas trogloditas muy típicas de la provincia de Jaén y de la comarca, combinadas con parte de vivienda edificada, de gran confortabilidad en cualquier estación del año ya que conservan una temperatura estable y un más que aceptable aislamiento acústico.
Este barrio está un poco alejado, hacia el norte, de lo que es el núcleo más poblado del municipio. El caminante sigue camino abajo, bordeado a ambos lados por hazas de olivas y, a la derecha, por la rambla del Moro, que se une al Turrillas algo más abajo, a la salida del pueblo, y que muestra su lecho de verdor.
El caminante pasa en silencio y con respeto por delante de las tapias del cementerio, que queda a su izquierda, casi a la entrada del pueblo.
Hinojares es el municipio más pequeño de la provincia de Jaén y con el menor número de habitantes. Tiene una superficie de apenas cuarenta y un kilómetros cuadrados y, más o menos, seiscientos habitantes. El origen del municipio no está muy claro, aunque sí se sabe que hasta 1648 perteneció a Quesada, después pasó a depender de Pozo Alcón para constituirse en municipio independiente en 1690 cuando se le concedió a Pozo Alcón el título de villa.
Los nombres de las calles de Hinojares son muy descriptivos y naturales, así, entre otros, nos encontramos con calle Alta, Baja, Jardines, Pendiente, Real, Calvario, Huertas, etc. Por el contrario, casi ninguna dedicada a personajes a excepción de la Avenida de José Antonio, que coincide con el trazado de la antigua carretera que lo unía con Huesa y que al caminante le parece un anacronismo.
A los naturales del lugar se les llama hinojarienses y tienen a bien presumir de su iglesia parroquial de San Marcos, construida a finales del siglo XVII con forma de cruz latina, que conserva en su interior un retablo renacentista. Rinden culto los hinojarienses a San Marcos, santo patrón del pueblo cuya festividad se celebra el 25 de abril con procesiones del santo evangelista con una torta de gran tamaño en su brazo izquierdo, preludio de las muchas “tortas de San Marcos” que, en un acto cuyo origen es bastante antiguo, se repartirán a vecinos y visitantes, costeadas por el erario público. Esta tradición se mantiene también en otras localidades de la comarca.
Es tradición en Hinojares, en la plaza del pueblo, durante la Cuaresma y Semana Santa, representar, por los vecinos, los llamados “Tribunales”. Se trata de una representación de teatro sacro sobre hechos relacionados con la pasión y muerte de Jesús. También se cantan, por las mismas fechas, especialmente el Miércoles de Ceniza y algunos Viernes de Cuaresma, las “coplas del Vía Crucis”, cuartetas que entroncan y emanan de la poesía popular del Siglo de Oro y que son de gran arraigo popular.
Al caminante, que es muy respetuoso con todo aquello que enriquezca el acervo popular le parece bien e incluso deseable que se mantengan y potencien este tipo de tradiciones y cualquier otra que ayude a conformar la personalidad de los pueblos.
A la derecha del caminante, recién entrado en el núcleo urbano, queda el barrio de las Cuevas Viejas, que sirvieron de modelo al genial pintor de la vecina Quesada, Rafael Zabaleta, a mediados del siglo pasado y que ya fueron citadas por el Marqués de la Ensenada hacia 1751. Más adelante, por la misma avenida, el caminante se topa con una fuente con tres caños, con su correspondiente pilar, muy bonita y con abundante agua, como en un rincón, a la derecha de la calle, con azulejos blancos, azules y marrones, que da un agua muy fresca donde el caminante se refresca.
Dos ancianos de rostros ajados y ojos amelados, recorridos por infinidad de surcos evocan, sentados al sol en el poyo de la fuente, tiempos lejanos de mocedad que debieron ser mejores.
Una mujer entrada en años llena un cántaro de agua. La mujer mira con ojos inquisidores al caminante. Por estas tierras se utiliza el término poyo de forma habitual para referirse a todo aquello que es susceptible de ser utilizado como apoyo, término aceptado por la RAE.
—Buenos días, está agradable la mañana.
—Diga usted que sí.
—Oiga… ¿No será usted extranjero? — Tomó la señora la voz cantante.
—No señor, que soy español y de no muy lejos de aquí. ¿Y eso? —No, es que como cada vez viven más extranjeros en el pueblo. Vienen principalmente de Inglaterra.
—Pues no, no soy extranjero.
Hinojares es pueblo de manantiales y fuentes. El caminante sentado en una terraza, a la sombra de unos árboles en la Plaza de la Constitución, se siente como un señorito, mira al personal, poco, que va de aquí para allá. El personal lo mira también a él con cierta extrañeza. Es común en los pueblos pequeños alejados de las influencias turísticas escrutar y seguir con la mirada a los extraños, a veces desde los visillos, con la única idea, quiere pensar el caminante, de situarlo en la familia tal o cual, en el pueblo tal o cual. El caminante, disimula y mira para otro sitio como si la cosa no fuera con él.
El caminante se ha sentado en la terraza del bar Segura, como reza un cartel, pide una cerveza bien fresca a un señor que parece ser el dueño. El caminante, que ya se ha pateado casi todo el pueblo, cosa nada difícil dado su tamaño, y después de haber visto iglesia y ayuntamiento llega a la conclusión que lo más destacable, arquitectónicamente hablando, del pueblo son las sencillas viviendas tradicionales que en forma de cuevas, casas o casas cueva, conservan con gran esmero sus vecinos.
El caminante, que ya tenía un cierto cosquilleo en el estómago, despacha con fruición la cerveza que le ponen y agradece sobremanera la abundante tapa que con ella sirven. Sana costumbre la de estos pueblos serranos de poner gran variedad de tapas acompañando a la bebida y, además, por precios muy módicos. El caminante, de no haber tenido que seguir su camino, de buen gusto se habría quedado hasta cuando fuera necesario en el bar de la familia Segura.
—Oiga, perdone.
—Dígame usted.
—¿Cuál es el plato típico de la zona?
—Pues no sabría decirle, aquí hacemos de todo, incluso una paella si a usted le apetece.
—No, me refería a lo que son los platos tradicionales, característicos de aquí.
—Bueno, ya no es como antaño, que había cocina de subsistencia, que se sustentaba en lo que daba la tierra y en los productos de la matanza. Hoy en día se hace lo que en todos los sitios.
El caminante, que conoce la zona y la comarca se imagina gachas, migas, guisos, cocidos y pucheros, platos comunes en la mayor parte de pueblos serranos, con protagonismo de los productos derivados del cerdo, el ajo, el aceite y los sabrosos “guízcanos” que da la montaña. Aquí se llama “guízcanos” a los níscalos o robellones, como se les denomina en otras tierras.
—¿Me haría el favor de prepararme unos bocadillos para llevar?
—¡Por supuesto! ¿De qué los quiere? Tengo de jamón, queso, chorizo, salchichón, atún y anchoas. Si quiere también le puedo hacer algo a la plancha, usted dirá.
—Uno de jamón y otro de chorizo, pero con abundante aceite.
—Se los preparo enseguida.
El bar de la familia Segura es un bar atento y próspero, con muy buenas tapas, que da lo que tiene a buen precio y que trata bien al caminante, cosa que es de agradecer dado los tiempos que corren.
Ya en la mochila los bocadillos hacen compañía a la bota de vino y a la cantimplora que suelen acompañar al caminante por esos mundos de Dios. El caminante se siente reconfortado y con el ánimo alegre por ello y se dispone a afrontar los siete kilómetros que le separan de la aldea de Ceal que es su más inmediato destino.
Sale del pueblo por el barrio Alto, por la carretera de Huesa. Cruza el río Turrillas, que viene de levante y que se ensancha en una fértil y verde vega, por un puente estrecho e inicia una ligera y serpenteante subida que le llevará, pasando por los Castellones de Ceal, hasta la aldea de Ceal, que da nombre al yacimiento, ésta ya en término de Huesa.
Esta carretera se construyó en los años cincuenta sobre el antiguo camino entre Hinojares y Huesa, que pasaba por la aldea de Ceal, y aunque es la vía más corta para acceder a Huesa, no suele ser la más utilizada siéndolo la C-323 que, pese a hacer muchos más kilómetros y tener que subir un puerto, está en mejor estado, pudiendo luego desviarse hacia Belerda o continuar hasta Quesada, para llegar a Huesa, tras superar las rampas del puerto de Tíscar, con problemas de nieve y hielo en invierno. De todos modos, la que ahora sigue el caminante, la JV-3265 es la vía más rápida y directa para acceder a las fértiles vegas del río Guadiana Menor.
El caminante, que la recorrió varias veces en su adolescencia, la recuerda, como ahora, bacheada, tercermundista e intransitable, reminiscencias de la España de posguerra que marginaba y aislaba a la población rural, víctima del más rancio centralismo nacional, regional y provincial.
El caminante tiene conocimiento de la existencia de proyectos que contemplan la construcción de una carretera más acorde con los tiempos que unirá Pozo Alcón y Huesa y que, a buen seguro, hará pasar a mejor vida la actual quedando relegado su uso para acceder a las tierras de laboreo próximas a ella.
La mañana primaveral está fresca pese a que luce un sol radiante. Una suave brisa procedente de Sierra Nevada estimula el paso alegre del caminante. Le vienen a la memoria los versos de Lorca:
Viento del Sur,
moreno, ardiente,
llegas sobre mi carne,
trayéndome semilla
de brillantes
miradas, empapado
de azahares.
Cerros “Poveo”, “de la Venta”; hazas de olivas, “de Padilla”, “la Dehesa”, “de la Segura”; lomas, “de Canuto”; collados, “Aire” y algunas incipientes reforestaciones y verdeantes sembrados de cereal vigilan y flanquean el caminar del caminante por un paisaje arcillo-so en tonos rojos y salmón más propio de las tierras semidesérticas de Almería de tal modo que recuerdan al caminante aquellas localizaciones en las que se filmaban las películas del oeste que tanto proliferaron en la España de los sesenta y setenta, en la provincia hermana, en producciones propias y con los italianos.
El caminante echa un último vistazo, desde la altura, a Hinojares, pueblo blanco, pueblo de contrastes, pueblo de calles estrechas, pueblo de floridos balcones.
A la derecha del caminante discurre el Turrillas, que más adelante, a la altura de Arroyomolinos juntará sus aguas con el que baja del puerto de Tíscar y algunas ramblas más para formar el río Ceal que, a la altura de dicha aldea, verterá sus aguas al Guadiana Menor que acompaña al caminante por la izquierda casi recién nacido como tal nombre a partir del embalse de El Negratín, aguas arriba, en la provincia de Granada, construido en 1984 para regular las crecidas de los distintos ríos que se funden en lo que luego será el Guadiana Menor: río Baza, río Cúllar, río Galera, río Guardal, río Orce, río Bravatas, río Castril, río Guadalentín. Más adelante recibirá las aguas de los ríos Fardes y Guadahortuna, sus más importantes afluentes.
Ya había un albor de luna
en el cielo azul.
¡La luna en los espartales,
cerca de Alicún!
Redonda sobre el alcor,
y rota en las turbias aguas
del Guadiana Menor.
(Antonio Machado)
El Negratín, que toma su nombre de la cerrada del mismo nombre, es un pantano aparente, uno de los más grandes de Andalucía que, aparte de, como queda dicho, construirse para regular crecidas e irrigar tierras sedientas en las que cada vez nieva y llueve menos, tiene también su club náutico e incluso playas, algunas de ellas naturistas.
El caminante tiene conocimiento, y comparte en gran medida las mismas, de reivindicaciones provenientes de los pueblos cuyos ríos nutren el pantano, que el Guadiana Menor es el verdadero Guadalquivir atendiendo, por una parte, a la mayor longitud que habría desde la desembocadura del río bético hasta el nacimiento del más lejano de los tributarios que conformarán el Guadiana Menor, allá en la Cañada del Salar, en la pedanía de Topares, perteneciente al municipio de María, en tierras de Almería, que a la de su nacimiento actual en la Sierra de Cazorla, en término municipal de Quesada. La amplia cuenca es la segunda en extensión de los afluentes del Guadalquivir con una superficie de 7.319 kilómetros cuadrados y engloba terrenos de las provincias de Granada, Jaén, Albacete, Murcia y Almería. La primera es la del río Genil. Además de los mencionados anteriormente, sus principales afluentes son los ríos Fardes y Guadahortuna. Por otra parte, a la influencia histórica que este afluente tuvo en épocas pasadas como vía de penetración de las distintas culturas desarrolladas en el levante andaluz hacia el sur y poniente de la región, tales como la cultura argárica desarrollada en la Edad del Bronce y otras. Asentamientos arqueológicos de distinto tipo parecen avalar esta postura.
La propia Confederación Hidrográfica del Guadalquivir tiene reconocido que el cauce alto del Guadalquivir es el Guadiana Menor. El poderoso arzobispo de Toledo a raíz de la concesión del Adelantamiento de Cazorla decidió que el Guadalquivir, por encima de otras cuestiones y por prestigio personal, había de nacer en su adelantamiento y así quedó la historia.
El caminante tiene para sí que la negación actual de estas reivindicaciones tiene un carácter netamente político debido, quizás, a la adscripción de la serranía de Cazorla a la comandancia marítima de Sevilla y a la aportación maderera que la serranía tuvo para la construcción de barcos en pleno esplendor de la capital andaluza. Tampoco quiere ir más allá, uno cree que no debe meterse en camisas que no ha de vestir.
Los arbustos, cuajados de florecillas blancas y amarillas, ofrecen sus manjares a las abejas. Un agradable y profundo olor rezuman los romeros y los tomillos. A lo lejos, por la ladera de una loma, un pastor camina sin prisa detrás de su hato de cabras y ovejas. Una docena de buitres trazan círculos en la lejanía, sobre la sierra, a la derecha del caminante, acechando su ración diaria de sustento. El caminante que no precisa más compañía se siente contento y entona alguna que otra cancioncilla de esas que acompañan siempre a cualquiera y que suelen conformar la banda sonora de su vida.
Un poco más arriba el caminante llega a la altura de un tractor que está parado, con el motor en marcha, a la derecha de la carretera en la dirección del caminante. Es un tractor ruidoso y medio desvencijado provisto de artilugios para la labranza. El conductor es un hombre de no más de cuarenta años que se protege del sol con una gorra de visera.
—Buenos días amigo –dice el caminante— ¿algún problema?
—Buenos días tenga usted. No, ninguno, he parado un ratico para echar un trago. ¿Va usted muy lejos? –Pregunta a continuación—
—Pues no sé qué decirle, a veces uno se echa a la carretera y pierde la noción de lo que es cerca y lejos.
—Si quiere le llevo, yo voy unos kilómetros más arriba.
El caminante agradeció internamente la oferta y contestó educadamente al tractorista, como requería la ocasión.
—Pues muchas gracias y se lo agradezco de corazón, pero prefiero ir caminando que el día se presta a eso.
—Como usted quiera. ¿Hace un poco de agua fresca? Tendrá seco el gañote.
—Pues sí, algo seco sí que lo tengo. Eso nunca se desprecia, que un trago de agua fresca siempre viene bien. Se lo acepto encantado, muy amable.
El tractorista, como mandan las normas de la buena educación, ofreció en primer lugar beber al caminante hasta que estuviera saciado, para después hacerlo él. El caminante piensa que el tractorista es un buen hombre, que el tractorista es un hombre, por lo menos, educado.
—Y, dígame. ¿Qué le trae por estos lares?
—Pues mire usted, –el caminante, en buena sintonía, respondió, amable, en justa correspondencia— no me trae nada importante en particular. A veces tiene uno tiempo de sobra y piensa que es una buena cura para el espíritu andar caminos en soledad.
—Ya me gustaría a mí tener tiempo para eso. Nosotros, los del campo, cuando queremos hacer cura de algo elegimos los sitios de bullicio y diversión. Ya ve usted cómo está repartido el mundo.
—Pues sí, –contestó el caminante— que tenga un buen día que yo voy a seguir mi camino.
Ambrosio Sánchez Mellado (el caminante tiene por norma no citar nombre alguno del que no haya recabado previamente autorización para ello, de ahí que algunos de los que aparecen en sus relatos pueden ser inventados), que así se llamaba el tractorista y el caminante se estrecharon la mano, se despidieron y sellaron una breve amistad que no por breve tuvo menos valor o intensidad. El caminante, como todos los caminantes, agradece la existencia de este tipo de gentes que hacen más agradables los caminos.
El caminante tras partir el tractor cuesta arriba, siguió su camino. Después de varias cuestas y curvas, una hora y media después de salir de Hinojares, un poco apartado de la carretera, a la derecha, se topa el caminante con el promontorio donde se halla el yacimiento íbero de los Castellones de Ceal.
Según los expertos se trata de un asentamiento ocupado desde el siglo VII A.C. y que alcanzó su máximo esplendor allá por el siglo IV A.C. hasta la etapa romana republicana. Se encuentra sobre una pequeña meseta circular, coronada por unos riscos peculiares de caliza, llamados “castellones”, que domina gran parte del valle del río Guadiana Menor. Presumiblemente su importancia y crecimiento se debió, en gran medida, a su posición estratégica al dominar el paso de una de las rutas comerciales más importantes del sur de la península.
El poblado y su necrópolis se descubrieron fortuitamente cuando, a mediados de los años 50 del siglo pasado, se inició la construcción de la carretera que debía unir Huesa e Hinojares, pasando por la aldea de Ceal. La riqueza de las cerámicas, joyas y restos hallados en las excavaciones avalan la importancia que debió tener en su época este asentamiento, frontera entre dos importantes territorios ibéricos: Bastetanos, cuya capital, Basti, sería la actual Baza y Oretanos, cuya capital sería la poderosa Cástulo, actual Linares.
Las primeras excavaciones tuvieron lugar en mayo de 1955 por Doña Concepción Fernández Chicarro y Don Antonio Blanco Freijeiro, que volvieron a excavar en septiembre de 1959. Entre los años 1985 y 1991, se realizaron varias campañas de excavación arqueológica dirigidas por Doña Teresa Chapa Brunet y Don Juan Pereira Sieso.
Castellones controlaría el pasillo comercial que unía estos territorios y todo apunta a que era lugar de servicios, para descanso, protección y alimento de las distintas caravanas de mercaderes que utilizaban la ruta comercial más corta entre las áreas mineras de Sierra Morena y los puertos marítimos del SE peninsular, especialmente Cartago Nova (Cartagena). La prestación de este tipo de servicios propició el crecimiento de una clase media bien situada y poderosos dirigentes, como atestiguan los restos funerarios hallados con cerámicas de gran belleza y calidad e, incluso, el hallazgo de una tumba principesca excavada en la necrópolis.
Con la llegada de Roma y sus métodos de desplazamiento más modernos empezó el declive del asentamiento extinguiéndose definitivamente hacia el siglo II A.C. a causa de una serie de incendios que motivaron la marcha hacia otros lugares de los pocos vecinos que quedaban para no volver nunca más.
En cuanto a las actividades agrarias del asentamiento, en las zonas bajas junto al valle se practicaba, como hoy, la agricultura, tanto de secano como de regadío. El cultivo más importante fue el cereal (trigo y especialmente cebada) y se ha constatado la presencia del olivo en las últimas fases del asentamiento durante la época romana. Los habitantes de Castellones criaban ganado ovino y caprino (también vacas, cerdos y gallinas en menor medida), practicaban la pesca fluvial en los cursos cercanos y la caza en los montes circundantes (ciervos, jabalíes). La ubicación de Castellones le aseguraba unos recursos abundantes: frutos, madera, caza y pastos de verano en las sierras cercanas, esparto y matorral en la ribera de los cursos fluviales, tierras fértiles y, por supuesto, agua.
El caminante ni pone ni quita, se limita a reseñar lo que los eruditos dicen acerca del asentamiento, sin poner nada de su cosecha particular que no sea lo que sus sentidos le dicten. Tampoco quita nada, sólo resume y sintetiza lo que ha consultado en distintos textos escritos por gentes más instruidas que él.
El caminante, cansado y con hambre pasea su mirada por el entorno y está muy de acuerdo con la elección que hicieron en su día los fundadores del poblado pues las vistas sobre el valle medio del Guadiana Menor y el curso y desembocadura del río Ceal en el Guadiana Menor son impresionantes. Se contemplan desde el alcor las fértiles vegas del Guadiana Menor y la aldea de Ceal, también extensos espartales que anticipan, de alguna manera, el avance de estas tierras hacia una progresiva e imparable desertización. Visto lo cual, y habida cuenta el cansancio y la hora, el caminante se dispone a dar buena cuenta de las viandas que, amablemente, le suministraron en el pueblo de Hinojares.
Después de varios años sin haberse producido intervenciones humanas en el yacimiento, las excavaciones han sido invadidas por retamas, piornos, lentiscos, jaras y demás especies de la vegetación mediterránea propia de la zona, confiriendo a las mismas un aspecto de abandono que no tardará el tiempo y la vegetación en engullir. El caminante se recuesta sobre los restos de lo que debieron ser los pétreos muros de una vivienda y, a sotavento de una suave brisa y acariciado por el sol, se zampa, sin contemplaciones, la casi totalidad de sus reservas alimenticias, sólidas y líquidas.
Por la carretera pasa, de vez en cuando, algún coche cuyo rumor apenas percibe el caminante. A lo lejos, probablemente descansando como el caminante, el pastor canta a sus ovejas que, inmóviles, apelotonadas, capean las horas del descanso. El caminante, saciada su hambre, centra su atención en las florecillas silvestres y en los pequeños insectos que corren desenfrenadamente de un lugar para otro preámbulo, todo, de un agradable sopor que lo vence para entregarlo en brazos de lo desconocido. Por momentos el caminante fue íbero, romano, posadero, carretero y quién sabe qué más cosas. Se conoce que el caminante no ha sido todavía capaz de hacer abstracción onírica respecto del entorno.
El caminante no puede por menos que pensar en los avatares del destino. Camina sobre la vía que era la ruta comercial de penetración hacia el valle del Guadalquivir desde el levante y los altiplanos de Granada de todo tipo de productos, manufacturados y sin manufacturar, y culturas, desde la Edad del Bronce, camino de los asentamientos íberos más al oeste y al interior, considerándose al Guadiana Menor como tal importante vía de comunicación.
Dos milenios después esta vía, en sentido inverso, será utilizada nuevamente por las gentes en un intenso flujo migratorio hacia el levante español y Cataluña. En las décadas de los años sesenta, setenta y ochenta más de un tercio de la población de los valles del Guadiana Menor y Guadalquivir emigrará, por esta misma vía, a la búsqueda de un futuro mejor para ellos y para sus hijos. Trocarán sus trabajos agrícolas o ganaderos por trabajos en la industria, la construcción o el turismo de tal modo que pueblos que en 1950 tenían una determinada población apenas tienen ahora la mitad de antaño.
El caminante, junto con su familia, fue uno de aquellos emigrantes que utilizó esa vía allá por su adolescencia. El transporte se hacía en furgonetas de carga no aptas para transporte humano que, aprovechando la nocturnidad, cargaba personas y enseres para dejarlos en su destino, la mayor de las veces tampoco apto e incierto pero que se solía resolver de forma positiva gracias al esfuerzo de los que habían sido pioneros en la migración que, en un magnífico gesto de generosidad, ponían a disposición de los nuevos casas e influencias. Sirvan estas reflexiones como homenaje a aquellas personas que, no teniendo mucho que ganar y sí que perder, ponían sus vehículos a disposición de los que querían o debían emigrar para paliar la, en la mayor parte de las ocasiones, mala comunicación y el aislamiento de tantos pueblos.
Convenientemente descansado, mochila a la espalda y de nuevo en la carretera, el caminante deja atrás el yacimiento de los Castellones de Ceal e inicia la bajada, pronunciada, hacia la aldea del mismo nombre, ya en término municipal de Huesa, a menos de un kilómetro.
Es una bajada alegre y fácil. A la derecha del caminante el Cerro del Cominar, el Peñón de Padilla y el Cerro Jabonero. A la izquierda el río Guadiana Menor, que empieza a abrirse, amplio, poderoso; el Cerro de Quebranta, la Majada de la Presa, el Cerro de los Cocones, el vértice geodésico del Pico Tomillar, el Tabernillas, vigilante, sobre las Hazas Blancas y de su mismo nombre, el Cerro Miguel, la Peña Cambrón y varios relieves geográficos que interesan al caminante y que, si las fuerzas acompañan, hollará en días posteriores.
Hacia poniente el sol ha iniciado ya su camino de recogida y el caminante siempre tiene ante sí, visible, la carretera que, dos horas de camino más allá, muchas curvas y cuestas, le llevará hacia el pueblo de Huesa donde nació, estudió y vivió una parte esencial de su vida. Allí establecerá su base de operaciones para recorrer a pie los senderos de su término municipal, auparse hasta sus vértices geodésicos, conocer sus distintas aldeas y cortijadas, relacionarse con sus gentes, profundizar en su fauna, su flora, sus costumbres y, en fin, todo aquello que pueda sumar en el mejor conocimiento de su tierra.
Sin perder nunca de vista la aldea de Ceal, el caminante cruza el puente sobre el río Ceal. El río Ceal es un río de corto recorrido que toma carácter a la altura de la aldea de Arroyo Molinos con la confluencia del río Turrillas y del río Tíscar que se despeña desde el puerto del mismo nombre pasando por el Vadillo y la Cueva del Agua.
Suman sus aguas también los barrancos del Cañaveral y de la Canal, procedente este de las altas cumbres de la sierra y que, tras unas obras hidrológicas, se ha convertido en abastecedor imprescindible de agua potable a los habitantes de la zona. También algunas ramblas contribuyen a su caudal, pero estas sólo en casos de lluvia y no como suministro permanente de agua por nacimiento.
Como ha quedado dicho ya, el río Ceal vierte sus aguas al Guadiana Menor un poco más abajo. Debido a los deshielos el río baja alegre y transparente y con un caudal más que aceptable. Al poco de cruzar el río, a la derecha, se ofrece al caminante el camino que va a la aldea de Arroyo Molinos, algunos kilómetros al norte. El caminante tiene reservado este trayecto para otro episodio y continúa recto en dirección a la aldea de Ceal.
Ceal es una aldea situada al sur del municipio, a unos diez kilómetros más o menos, Aunque en sus mejores tiempos llegó a rozar las dos centenas de habitantes, en la actualidad, con no más de una treintena de casas apenas viven una decena de personas de forma permanente que se dedican a la agricultura y a la ganadería en su mayor parte. La mayoría de propietarios de las viviendas viven o en Huesa o en algunas localidades del levante español donde emigraron en la década de los sesenta.
El caminante entra en la aldea por la carretera que une Huesa con Hinojares. Unos perrillos que dormitan al sol levantan indo-lentes la cabeza y pasan absolutamente de él. A ambos lados de la calle casas pintadas o encaladas de blanco muestran su buen estado de conservación, algunas con parras plantadas sobre las aceras y un pequeño jardincillo con espliegos, romeros y macetas floridas.
Por ser una hora quizás intempestiva el caminante no se tropieza a nadie en su periplo por la aldea, vislumbra, sí, algún visillo que se corre para echar un vistazo y sigue su camino tranquila-mente ignorado por los propios del lugar.
El caminante se quedó con una impresión muy favorable sobre el estado de limpieza y conservación de la aldea. Algunas casas, pocas, en esta parte, son de reciente construcción; otras, restauradas, recuerdan al caminante la Ceal de finales de los años cincuenta y principio de los sesenta cuando, monaguillo él, después de la misa dominical del pueblo, acompañaba a Don Francisco, párroco de Huesa, a decir misa en la aldea, por aquéllos entonces más poblada y bullanguera que ahora. En esa época de escasos medios de locomoción mecánicos el padre del caminante, jinete en su asno, en su oficio de recovero, surtía de algunas necesidades a la población de la aldea que, como reza el oficio del padre del caminante, truncaba por huevos que, a su vez, truncaba por productos varios en otros lares. Bonito sistema el del trueque.
De cuando en cuando algunos altos y anchos árboles flanquean al caminante a su paso por la aldea, el caminante, amparado en sus sombras, sale de Ceal y continúa su camino por la carretera que lo llevará a Huesa bordeando la rica Vega la Higuera, bañada por el río Guadiana Menor. La carretera está en mal estado y con un piso irregular motivado, probablemente, por la inestabilidad del terreno. Los vehículos, pocos, que pasan lo hacen a una velocidad mayor de lo que aconsejaría la prudencia llevados, seguramente, por el conocimiento de la carretera.
El caminante, por precaución, se ha ceñido lo más posible a su izquierda y, casi de anochecida ya, supera las duras rampas que le llevan hasta El Collado de los Mozos desde donde se disfruta de una magnífica y apacible vista del pueblo de Huesa, destino último del caminante ese día.
Anochece en el pueblo al abrigo de la Sierra de El Caballo, que lo protege de los fríos vientos del norte y que es una de las más importantes señas de identidad de los hueseños.
Al caminante, ante la vista de ese vasto mar de olivos siempre le vienen a la mente los versos de Antonio Machado:
Viejos olivos sedientos
bajo el claro sol del día,
olivares polvorientos
del campo de Andalucía!
¡El campo andaluz, peinado
por el sol canicular,
de loma en loma rayado
de olivar y de olivar!
A la izquierda las vértebras de los Picos del Guadiana vistos en su perspectiva este oeste que semejan un impresionante espinazo jurásico, algunas granjas de pollos y la carretera que une Huesa y Pozo Alcón, que discurre al pie de los picos, en un estado deplorable. La vista del pueblo desde esa atalaya es inmejorable y el caminante se hincha de paisaje.
El caminante prefiere atajar por el Llano de la Galana y pocos kilómetros más allá, penetra en el pueblo después de haber dejado a su derecha el Cerrillo Perdigoso y la Cañada Marín, de entrañables recuerdos para él.
El caminante recuerda por esa zona y otras la existencia de antiguos jamileros en donde se vertía la jámila o alpechín, como se dice en otros sitios, residuo de la obtención del oro líquido, auténtica razón de vivir de estas tierras de Andalucía y especialmente de estas tierras jienenses.
Se siente ufano y feliz el caminante cuando pisa las primeras calles del pueblo, incluso cuando intuye su cercanía, que lo recibe a media luz y con multitud de luciérnagas alumbrando las ventanas. El caminante está cansado y busca lugar donde alojarse, con la firme intención de no sustraerse a las costumbres y propuestas de la noche hueseña que, de suyo, es harto imprevisible. Pero esta es otra historia que el caminante, si lo cree conveniente, irá pin-celando a través de los relatos y con el paso de los días.
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