PRESENTACIÓN

EL IGNORADO SUR DEL TÉRMINO: TARAHAL, CHERRÍN Y CORTIJO NUEVO (JULIO 1995)

Cartografía de 1900 (IDE Andalucía)
Para los procedentes del levante español el camino más lógico y corto para llegar a la parte sur del término municipal de Huesa es desde Pozo Alcón. Desde la propia localidad una carretera en no mal estado lleva al caminante y su vehículo a través de los fértiles y bien cuidados altiplanos de Pozo Alcón, a la aldea de Fontanar, distante cinco kilómetros. Dos kilómetros antes de llegar a la aldea deja la carretera y toma un carril polvoriento que seguirá en dirección sur durante unos seis kilómetros para luego girar hacia el oeste a la altura del Puntal de Cuesta Blanca, en busca del río, por la Cuesta del Negral, hacia la Casa Forestal de las Salinas donde, tras varias curvas, recurvas y acusadas pendientes, el caminante, montado en su vehículo, desciende hacia el cauce del río, que se ofrece amplio y feraz con más de setecientos metro de anchura de vega.
Ha descendido, pues, el caminante en corto trayecto, desde los casi novecientos metros de los altiplanos de El Fontanar hasta los poco más de quinientos en la vega por la que discurre el río.
Con el Guadiana Menor ya a la vista un breve recorrido de unos setecientos metros por su margen derecha hasta alcanzar un puentecillo al pie mismo del cerro Montones de Harina, de poca altura sobre el río, que permite atravesarlo y pone al caminante nuevamente en término municipal de Huesa, en un carril que, cuatro kilómetros y medio aguas arriba, lo llevará hasta Cortijo Nuevo.
Apenas pasado el puente, a la derecha, aguas abajo, por un camino intransitable para vehículos se encuentra la cortijada de Chíllar, también en una amplia vega, a algo más de diez kilómetros. El caminante deja la otrora castra romana de Chiellas (Chíllar) y antigua alquería andalusí para visitarla en otra ocasión. Chíllar, según recoge el diccionario Madoz a principios del XIX, tuvo una importante explotación salinera de manantial de la que se tiene conocimiento desde la época romana, continuando después su explotación los árabes y estando en la actualidad prácticamente inactiva. Se conservan aún en la zona sistemas de regadío en el valle procedentes de los romanos y reutilizados y mejorados por los árabes, verdaderos maestros en el uso del agua, según trabajos realizados por el Instituto de Estudios Almerienses, Departamento de Historia, en 1989.
Aguas arriba, en el vértice sureste del término municipal de Huesa el río Guadahortuna finaliza su recorrido y entrega sus aguas al Guadiana Menor en una zona de abundante vegetación de ribera y bien cuidadas hazas de olivar. Con la aportación del Guadahortuna y del Fardes, que viene de recorrer setenta y cinco kilómetros desde su nacimiento en la Sierra de Huétor, en término municipal de Huétor Santillán y que ha tributado sus aguas un poco más arriba, tras regar la Hoya de Guadix, el Guadiana Menor ha recibido ya la casi total aportación de sus afluentes y se conforma como un río importante, caudaloso y benéfico, vertebrando la segunda cuenca más importante de la del Guadalquivir, después de la del Genil. Se une así el río Guadahortuna al catálogo de masas de aguas pertenecientes al término de Huesa, no así el Fardes, que lo único que aporta al término son sus aguas y ni un kilómetro de cuenca.
El río Guadahortuna, río de huertos, llamado a veces río Alicún, el caminante no sabe si acertadamente o no, es un río corto, de poco más de cincuenta y dos kilómetros de longitud, pero importante, con una cuenca de 478 kilómetros cuadrados. Nace en el término municipal de Montejicar, en la comarca de los Montes Orientales, y atraviesa Montejicar, Guadahortuna, Alamedilla, Alicún de Ortega y Dehesas de Guadix de oeste a este, todas en la provincia de Granada. Marca en toda su longitud, a lo largo de más de 15 kilómetros, el límite sur del término municipal de Huesa con la provincia de Granada y posiblemente formara parte de la vía Antonino que entraría por el Guadiana Menor y seguiría el curso del río uniendo Acci (Guadix) con Mentesa (La Guardia de Jaén). No quedan restos de la vía, sólo algunos restos de la presa romana a la altura de Zamarrón y en la carretera de Alamedilla, un puente romano no muy bien conservado cerca del puente del Hacho y restos en algún que otro cortijo disperso. Como bien dice el dicho, de no ser así, pues no está suficientemente documentado, todos los caminos llevan a Roma. Paradojas de la vida, donde pudo estar el puente romano se encuentra ahora el que hasta hace poco fue el viaducto más largo de España, con sus 624 metros, construido entre 1893 y 1895 sobre las aguas del río Guadahortuna.
Como ocurre con la gallina y el huevo no se sabe si el río puso nombre a la localidad o fue al revés. Los lugareños se dividen entre los que defienden la etimología de “río de la fortuna” y los de “río de huertos”, el caminante se inclina por la segunda, avalado por datos empíricos.
Finalmente, el caminante llega a la aldea de Cortijo Nuevo, a 587 metros sobre el nivel del mar. La intención del caminante es recobrar su esencia como tal y la del camino por lo que opta por dejar aparcado el vehículo en la aldea y patear los caminos hacia Cherrín y Tarahal en recorrido de ida y vuelta para, una vez de vuelta, recogerlo y emprender camino de retorno a Huesa. El día, aunque caluroso como corresponde a primeros del mes de Julio, se presta a ello gracias a una suave brisa que sopla de levante, que mitiga un tanto la sensación de calor. La percepción de poblado fantasma que en un principio impacta al caminante queda pronto deshecha por un pequeño tráfico de animales, personas y ruido de tractores que van o vienen de su faena.
Con una vega, la del Guadiana Menor, formada por terrazas y tierras de inundación fluvial muy bien cultivadas, la aldea de Cortijo Nuevo está ubicada en la margen izquierda del río Guadahortuna, en el vértice sureste del término municipal y es, realmente, una aldea ignota y desconocida para los habitantes de la parte central y norte del término municipal, como lo es también el resto del sur municipal. El caminante habla por sí mismo, pero intuye que esta sensación es extrapolable a la mayor parte de los hueseños como seguramente será compartida, a la recíproca, por los habitantes de la aldea.
No es baladí esta sensación si se tiene en cuenta que Cortijo Nuevo está mejor comunicada con los pueblos de la provincia de Granada e, incluso, con Pozo Alcón, que con la cabeza administrativa del término municipal de la que dista 34,9 kilómetros de caminos polvorientos y grandes pendientes en buena parte del recorrido que, en ciertas épocas del año y debido a lluvias y nevadas se convierten en impracticables. Aunque ya ocurre menos también, las avenidas de agua han impedido en no pocas ocasiones la comunicación de los aldeanos del sur con el resto del municipio. Baste saber que, por ejemplo, Pozo Alcón se encuentra a apenas 18 kilómetros y que los municipios granadinos de Dehesas de Guadix y Villanueva de las Torres están apenas a 12 kilómetros. Por todo ello es fácil suponer la afinidad y empatía que este sur del municipio tiene con las citadas poblaciones, para su devenir diario, dejando el apartado administrativo y familiar como único punto de contacto con sus convecinos.
El caminante, que no tiene más conocimiento de Cortijo Nuevo, Cherrín y Tarahal que ligeras referencias de sus padres y abuelos, quiere, en este deambular por estos lares, tener información de primera mano sin otra pretensión que tomar constancia del hecho y darlo a conocer a quien pueda interesar y, de paso, si procede, despertar un poco el interés por este desconocido sur del municipio.
Aunque tiempos atrás llegaron a vivir más de cien familias, en la actualidad, con apenas una treintena de habitantes permanentes, Cortijo Nuevo vive, fundamentalmente, de la ganadería de ganado ovino y caprino. También de la agricultura, aunque en menor escala, basados mayormente en el olivar, con algunos almendros y huertecillas de subsistencia aisladas. Aprovechando el declive del terreno casas cueva (del tío Abelardo, tío Peloto, tío Antonio, tío Cachirulo, Coliblanca y otras) alternan con otras más aparentes y otras casi en ruinas que forman un núcleo urbano de casi medio centenar de edificaciones que dan una idea de lo que debió ser la aldea en su época de mayor esplendor.
En el plano del término municipal de Huesa elaborado por el Instituto de Cartografía y Estadística en 1878 ya aparecen estos núcleos de población del sur como integrantes de pleno derecho del mismo. Por la gran cantidad de itinerarios de arrieros y caminantes que atravesaban como destino y paso a estos pequeños núcleos de población, así como los sistemas de irrigación de que estaban dota-dos, debieron tener cierta relevancia en una época, la del siglo XIX, en que la población rural, pese a su dispersión, era autosuficiente y basaba su economía esencialmente en la ganadería y la agricultura. No en vano, hasta mediados de los años cincuenta del siglo XX en que empezó el fenómeno migratorio del campo a las urbes, la diseminada población rural de provincias solía superar en número a la que vivía en los pequeños pueblos. En dicho plano el río Guadahortuna actual es el río Alicún, aunque la toponimia en general coincide en gran parte con la actual más de un siglo después Llama la atención la cantidad de itinerarios y veredas existentes, algunas coincidentes, como es lógico con vías de comunicación actuales.
Como queda dicho el caminante se convirtió nuevamente en tal y, pertrechado con lo necesario para la ocasión, pasando con respeto por la fachada de la antigua escuela abandona la aldea por el camino que conduce a Cherrín, hacia el oeste, de características más o menos similares al que lo llevó a Cortijo Nuevo. No se atisba ninguna nube en el horizonte y el sol pega de firme, aunque la brisa mitigue algo la sensación de calor. Cherrín espera a unos tres kilómetros y medio de distancia. El camino, que se aleja del río Guadahortuna, discurre bordeando las laderas del sistema montañoso que, al norte y hasta la depresión del Guadiana Menor, cubre gran parte del accidentado territorio. A la izquierda discurre, plácido y en pleno estiaje, el Guadahortuna. El camino es fácil, el caminante está descansado, el andar es rápido y las pendientes suaves. El silencio total, solamente roto, de cuando en cuando, por alguna bandada de pajarillos y el graznido de algún cuervo.
La ribera del río presenta una vegetación rica en carrizos y tarayes. Grandes manchas de olivar geométricamente dibujado y alineado en hermosas hazas rellenan el paisaje aledaño al río, a la izquierda. A la derecha espartales y albardinares pintan de dorado las laderas de los montes y les confieren un aspecto estepario. El caminante intuye, agazapados en la sombra de cualquier matojo, la presencia de la esquiva liebre, de la veloz perdiz, de la totovía o del sisón común, todos abundantes en la zona.
A la altura de Los Bermejales el caminante avista, a unos quinientos metros, la figura de un animal que se acerca. Se trata de una mula que, ronzal sobre cogote y hombros, va conducida por un hombre. El animal, negro zaino, de una muy buena altura, va cargado con dos sacos de paja y otros dos de grano y va enjaezado como si fuera un traje de domingo: jáquima muy ornamentada, con florecillas y rosetas de colorida lana; albarda sólida y del grosor necesario para proteger el costillar; ataharre limpio, en consonancia con el resto; cincha ancha, de lana, con brillantes hebillas.
El caminante, que a lo largo del día no ha podido cambiar palabra con nadie, se hace el firme propósito de enhebrarla con el hombre que se acerca. Se detiene a orilla del camino y saca su pañuelo para limpiarse el sudor a la vez que saca una botella de agua de la mochila.
—Buenos días. ¿Hace un trago de agua?
—Buenos días tenga usted. Sí, se agradece.
—Vaya día que hace, ¿no?
—Pega el sol un poco, pero esto no es nada, venga usted por aquí en el mes de agosto y ya me dirá.
El hombre, de unos setenta años, enjuto y de piel curtida por el sol va vestido con pantalón y chaleco negros, raídos, con camisa de color blanco macilento abotonada a las muñecas, zapatos también negros y blanqueados por el polvo del camino y cubierto con un sombrero de paja.
—¿Viene de muy lejos?
—No, vengo de ahí al lado mismo, de una cueva que tengo en una rambla donde guardo la paja y el grano para los animales y algunos aperos. ¿Y usted, dónde va por estos caminos?
—Pues mire, visitando por primera vez en mi vida la parte sur del municipio de la que había oído hablar poco y por la que tengo una cierta curiosidad.
—Pues poca cosa va a encontrar por aquí que no sea polvo y sol. Por aquí ya quedamos pocos y está todo muy abandonado.
—¿Es usted de por aquí cerca? Pregunta el caminante.
—Sí, nací y he vivido siempre en Cortijo Nuevo. Y usted, ¿de dónde es?
—Pues soy hueseño, como usted.
—Muy bien, encantado.
—¿Ha pasado toda su vida en Cortijo Nuevo? ¿No ha vivido en ningún otro sitio?
—Pues mire usted, no. La verdad es que no, a lo mejor no supe aprovechar la ocasión cuando se presentó en la década de los sesenta. Tampoco me arrepiento de no haberme ido, mis hijos sí que están fuera, muy bien colocados. Tengo uno en Madrid, que es car-tero y otro en Granada, trabajando en un banco. A este lo veo más porque, además de que está más cerca, le gusta venir a la casa, el otro, no viene tan a menudo, y la verdad es que lo entiendo porque aquí hay poco que hacer y ofrecer. En la aldea no quedamos más que cuatro viejos a la espera que Dios nos llame a filas. ¿Un cigarro?
—Se le acepta, aunque uno no fume habitualmente. Me gustaría hacerle una pregunta, sobre una de las razones que han traído a este caminante hasta aquí.
—Usted dirá.
—¿Qué cree usted, que piensan los habitantes del sur, como un servidor los llama, sobre sus relaciones con el pueblo? ¿Con qué frecuencia lo suelen visitar?
—Pues, qué quiere que le diga, no tenemos un especial sentimiento sobre el particular y yo, en concreto, casi ni pienso en ello.
El día a día te absorbe y vemos como cosa natural desplazarnos a los pueblos vecinos, más cercanos, a hacer nuestras compras, visitar a médicos e, incluso, ir a misa. Nosotros, mi mujer y yo, solemos ir a Pozo Alcón en donde hay de todo y está creciendo mucho.
—¿Y no echan de menos tener más contacto con el pueblo?
—Pues mire usted, le voy a decir una cosa. Usted es joven y esto no lo ha vivido, pero a lo mejor lo ha oído de los mayores. En los años de la república y después de la guerra, sí que había más relación con la gente del pueblo. No había fiesta ni festividad que los jóvenes de aquí, Cherrín o Tarahal no nos pusiéramos de acuerdo para acudir al pueblo a divertirnos o a cortejar a las muchachas. Más de uno vino con novia de allí. Recuerdo que quedábamos en Cherrín de madrugada y desde allí salíamos para Huesa cortando por el Cerro Miguel y luego hacia el Puente de la Risa donde nos juntábamos con la gente de Ceal y la Vega de la Higuera y desde allí al pueblo donde, por cierto, no crea que éramos muy bien recibidos y había rencillas y piques que venían de años anteriores. Una vez allí nos alojábamos, con las bestias, en la pensión de Morante o en casa de familiares. La vuelta era otra cosa, llegábamos ya de noche, cansados y pensando en lo que nos esperaba al día siguiente.
El caminante, que tenía conocimiento de lo que ocurría por aquellos tiempos, asistió extasiado a la precisa exposición que aquel hombre, de apariencia rústica y desconocido por completo para él, hizo de los modos de vida de no demasiados años atrás, apenas cuarenta.
—Por cierto, ¿para dónde va usted?
—Pues como ya le dije, estoy visitando las aldeas de aquí abajo y me dirigía a Cherrín, como primera parada.
—Pues si no le parece mal, podría acompañarlo un poco.
—Hombre, si su tiempo se lo permite, estaría encantado.
—¿Tiempo? Si algo me sobra es tiempo y, aunque no lo tu-viera, no me gustaría desperdiciar la ocasión de conversar, que no siempre tiene uno la oportunidad de hacerlo y menos con alguien desconocido y que, además, sabe escuchar.
—Pues nada, usted manda.
Hombre y caminante, tras las oportunas presentaciones, se en-caminaron hacia Cherrín, que distaba poco más de un kilómetro y medio. En el trayecto el hombre desveló al caminante, entre otras cosas, que él fue uno de los que se echó novia en el pueblo y que, sin más preámbulos, se fugó con él, con la nocturnidad que los tiempos requerían, que se echaron las bendiciones en Tarahal que, pese a la dureza de los tiempos aquellos años de su niñez, adolescencia y juventud podían considerarse como los mejores años de aquellas perdidas pedanías, que la guerra le cogió pequeño, con doce o trece años y que apenas cambió los hábitos de vida de la zona salvo algunos hechos puntuales comunes en toda España. Ya con la cortijada a la vista caminante y hombre se despidieron, se desearon buena suerte y, en fin, todas esas cosas que se dicen para la ocasión. La conversación con el hombre dejó al caminante muy satisfecho y fortaleció su ánimo y su idea de patear aquellos caminos bajo el sol de Julio y tratar de arañar algo más del espíritu de sus aldeas abandonadas y sus parajes semidesérticos.
La visión de Cherrín produjo en el caminante una sensación extraña, como de cementerio. Una sola edificación se mantenía en pie, el resto eran ruinas de casas que debieron ser hermosas en su tiempo y que en la actualidad sólo mantenían sus plantas, algunas paredes y pocos tejados como recuerdo de lo que en tiempos pasados debió ser una animada aldea. Por el número de restos de las ruinosas construcciones, la aldea pudo tener, perfectamente, medio centenar de habitantes en sus mejores momentos. El caminante piensa, con cierta desazón, que hay demasiadas ruinas diseminadas a lo largo y ancho del agro del término municipal de Huesa y de los agros de muchos más términos municipales de España. No sabe si esto es bueno o malo, pero algo en su interior le dice que debería corregirse esta cultura anti rural y volver un poco a los orígenes.
De Cherrín salen caminos que llevan a la cumbre de el Tomillar, a unos siete kilómetros más o menos, y del Cerro Miguel, más o menos a la misma distancia. Eran estos caminos frecuentados antaño por los habitantes del sur para acudir, jinetes en sus caballerías, a las fiestas del pueblo, a recolectar esparto a los montes aledaños o al Cerro Miguel o a cualquier otro evento o necesidad atravesando, según decían los ancianos, terrenos donde campeaba el lobo, aunque eso debió ser hace muchas décadas.
Tras haber refrescado un poco el cuerpo y el gaznate a la sombra el caminante toma el camino de salida de la fantasmal cortijada y continúa hacia la de Tarahal, cuatro kilómetros hacia el oeste. El camino, que discurre ahora en dirección suroeste se asoma, por momentos a las aguas del Guadahortuna para, al poco rato, separarse y volver a encontrarse ya en la aldea de El Tarahal, al pie de la loma homónima, en una planicie junto al río, cuarenta minutos más tarde.
Tarahal, en el vértice suroeste del término municipal, que produce en el caminante el mismo efecto que le produjo Cherrín, era una aldea con unas quince casas, con su iglesia parroquial, con la casa del párroco y su cementerio, conocido por su panteón, propiedad del terrateniente de la zona, llegando a denominarse a la aldea también como la aldea del “panteón”. La iglesia parroquial y el cementerio daban servicio también a Cherrín y Cortijo Nuevo. En la actualidad está casi deshabitada, aunque viven esporádicamente algunas personas pues apenas quedan tres casas en pie y la iglesia, construida en nave rectangular, que amenaza ruina, con su espadaña todavía enhiesta, aunque por poco tiempo si no se ponen medios para evitarlo. El cementerio está ya en completa ruina. En tiempos pasados debían habitar aquí unas quince o veinte familias, la mayor parte de ellas labradoras y arrendatarias de una gran finca propiedad de un terrateniente que ocupa la casi totalidad de las tierras afectas a la cortijada.
Los tres núcleos, Tarahal, Cherrín y Cortijo Nuevo, formaron una sola parroquia que se constituyó el 27 de noviembre de 1798 a instancias del obispo de Jaén Don Agustín Rubín de Ceballos aprovechando una reorganización de la Diócesis, poniéndola bajo la advocación de San Eufrasio.
El diccionario de Pascual Madoz, describe así la ermita de San Eufrasio de Tarahal hacia el año 1845:
“el edificio de la iglesia, de sólida y bonita construcción con varios objetos como púlpito, pilas, etc., de jaspe, consta de una espaciosa nave y crucero, con dos hermosas portadas de orden corintio, buen órgano en el coro sostenido por dos arcos; sacristía bastante capaz adornada con bonitas pinturas, y una buena torre de piedra”.
El primer párroco fue Don Francisco Moreno Rodríguez quien, muy solemnemente, el 25 de mayo de 1799 realizó el primer bautismo en la persona de una niña a la que se puso por nombre Eufrasia María del Socorro, como no podía ser de otra manera, en honor del santo bajo cuya advocación se encuentra la parroquia. Eufrasia María del Socorro era natural de Cortijo Nuevo. El primer matrimonio no se celebró hasta el 15 de octubre de 1803, recayendo tal honor en las personas de Pedro Pajares y María de la Muela. 
El último párroco que residió en Tarahal fue Don Marcos Pulido que en 1915 marchó, trasladado, a Mancha Real. A partir de esa fecha la parroquia fue atendida por párrocos procedentes de Alicún de Ortega o de Cabra de Santo Cristo, de quien dependía en lo eclesiástico.
Así pues, cuando Huesa se independiza de Quesada en 1847 se da la circunstancia que conviven en el mismo término dos parroquias la de Nuestra Señora de la Cabeza en Huesa, creada en 1778 y la de San Eufrasio en Tarahal, creada veinte años después, dependientes ambas del Arciprestazgo de Cazorla.
El paisaje se repite desde que el caminante echó a andar desde Cortijo Nuevo. En la orilla de enfrente, en la provincia de Granada ya, destaca el Cerro del Reloj, con sus 756 metros de altura y su corte vertical donde, según se dice, la cumbre hacía de gnomon de reloj de sol y los habitantes de la zona podían seguir el curso de las horas por la sombra que proyectaba.
Visto lo visto y cumplido el trámite, el caminante repone fuerzas a la sombra de un árbol para, tras una breve cabezada, regresar por el mismo camino a Cortijo Nuevo. Las reflexiones y las paradojas, muchas, lo vivido confirma la sensación de olvido que padecen los vecinos del sur con respecto a los del norte. Confirma la indiferencia de los sureños que se apoyan en vecinos más cercanos, aunque sean de otra provincia. Confirma el despoblamiento rural, mal endémico del campo español, reduciendo a apenas una treintena de habitantes los más de seiscientos que moraban en los años cincuenta. Confirma el estado de depresión en el que se encuentra la zona, no sólo en el hábitat urbano, con su espectral aspecto, también en el humano. Confirma el abandono de la administración local, insensible administración de posguerra, al no proveer los medios necesarios ante quien fuera competente para comunicar decentemente norte y sur. Cuando, a veces, creemos conocer todas las respuestas basta descender al universo que pretendemos mejorar para ver cómo se cambian estas por preguntas.
El caminante, ferviente admirador de Delibes, no puede por menos que pensar en cuántos “Daniel el mochuelo”, “Roque el moñigo”, “Paco el bajo”, “Azarías”, “Régulas” o “señorito Iván” han proliferado a lo largo de la geografía española, de la jiennense y, especialmente, de la de los pueblos olvidados por las administraciones. El caminante habla con conocimiento propio del tema.
El caminante tuvo la fortuna de encontrarse en Tarahal con una vecina, María Teresa, que reside temporalmente allí y que amablemente le enseñó su casa y departió con él acerca de las vicisitudes vividas en la zona confirmando plenamente las impresiones del hombre de Cortijo Nuevo.
No pudo por menos el caminante que dar la razón a ambos y comprometerse internamente a ponerlo en papel algún día mientras, cabeza gacha y sin reparar en más devoraba las casi dos leguas que le restaban hasta su vehículo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario