Cartografía de 1900 (IDE Andalucía)
Es, sin duda, la salida más natural hacia la ciudad de Úbeda y, especialmente, hacia Jaén. Los servicios de autobús eligen esta vía, la más corta, para comunicar Huesa con la mayor parte de la provincia.
Se echa al camino temprano el caminante como corresponde al oficio y, especialmente, a una etapa que se presume larga. Desde la puerta de la Tía San Marcos, cruce de carreteras local, el caminante tiene tres opciones: tomar la de la derecha, que lo llevaría a Quesada; la de la izquierda, que lo llevaría a la Vega de la Higuera y a Pozo Alcón, entre otros destinos; y seguir de frente por la carretera JV-3265, llamada siempre carretera de Úbeda, que acerca a Huesa las aldeas de El Cerrillo, Collejares y El Cortijuelo y que, seguida le abriría un gran abanico de posibilidades, prácticamente todas las de la provincia pero, especialmente, la capital.
Rápidamente se observa que esta salida ha sido elegida como la más propicia para la expansión urbana y de servicios del pueblo que para eso están los planes de ordenación urbana.
Hasta hace no demasiado tiempo, menos de veinte años, los límites urbanos del pueblo, en su parte oeste, venían delimitados por la línea de carretera que, viniendo de Pozo Alcón tenía continuidad hacia la vecina Quesada. Al otro lado de la carretera apenas unas casas y, dominante, el grandioso olivar de la finca El Llano flanqueando la misma, que hacía las veces de wáter público para los hueseños.
A ambos lados de la carretera calles bien trazadas y multitud de casas de dos y hasta tres plantas, bien construidas y de más que aceptable superficie, han sustituido al olivar a la vez que se ven las parcelas de terreno que las autoridades han provisionado para dotar al pueblo de servicios que no tenía. En estas parcelas, a no muy tardar, se construirán, o se han iniciado ya, un instituto, piscinas e instalaciones deportivas. Se han instalado también dos hostales que, sin duda, necesitaba el pueblo. El hostal Villasol y El Emigrante, en los que se ha alojado el caminante en más de una ocasión, son hostales bien atendidos por sus dueños, limpios y amables donde el visitante puede además de desayunar, comer o cenar, departir con los lugareños, siempre atentos y dispuestos al debate, tomando unas cañas o unos vinos.
Al caminante, que no ha seguido estas expansiones muy de cerca, le llama la atención la disparidad de criterios a la hora de edificar estas casas. El caminante cree que la administración local, en última instancia ente autorizante, debía haber unificado criterios arquitectónicos para mantener la esencia de pueblo andaluz que venía perdiendo dentro del mismo núcleo urbano. El caminante, cuando viaja por Andalucía, siente envidia de la blancura que exhiben otros muchos pueblos de otras muchas provincias andaluzas. El caminante recuerda con añoranza los años en que su pueblo era un pueblo blanco de cal, casi azulado de la intensidad del blanco.
El caminante, siempre que se echa a la carretera recuerda aquel eslogan de la Dirección General de Tráfico que, perdida la costumbre ya, se ponía en las vías a modo de recuerdo, en letreros que acababan por ser ilegibles: “Peatón en carretera, circula por tu izquierda”. El caminante, fiel cumplidor de las normas existentes, toma en consideración de forma especial ésta. El caminante prefiere ver venir de frente el peligro, que no de espalda. El caminante se ha visto en la obligación de sortear, en más de una ocasión, el embate de algún conductor despistado.
Sirve de arcén a una carretera en no muy buen estado un pequeño senderillo, contiguo a ella y a ambos lados, de tierra y piedras que el paso del tiempo, los elementos y la desidia han descarnado dejándolo casi impracticable. El caminante opta por caminar por el asfalto orillándose hacia el arcén cuando la ocasión lo requiere.
Pese a que el verano acaba de empezar, el día está luminoso y algo fresquito por lo que el andar se hace placentero. La carretera, una vez dejadas las últimas casas, ofrece una ligera pendiente descendente de algo más de un kilómetro hasta llegar al puente bajo el que pasa la rambla de la Matanza, que viene de la Mesa y que un poco más abajo se unirá a la de las Cerradillas, que pasa por el centro del pueblo. A la derecha del caminante, tutelando el caminar, los altos picos del Caballo y la mole de la Mesa con su cortijo en ruinas; a la izquierda el cerro de Las Cabañas, sobre el que se han erigido antenas repetidoras de televisión que semejan cohetes prestos a ser disparados. Al pie del cerro la fábrica de yeso, construida en un entorno propicio dada la abundancia de este material en las cercanías, en el paraje de Las Cabañas. La fábrica de yeso, al parecer, ha servido de elemento dinamizador del empleo en el pueblo, aunque, como casi siempre, hay comentarios para todos los gustos. Ya se sabe que cada cual cuenta la feria como mejor le conviene.
Antes de continuar su camino el caminante echa un vistazo a la rambla sentado en el pretil del puente y se alegra de que baje abundante y alegre. El caminante siempre se alegra de la generosidad de la naturaleza. Nada más pasar el puente empieza una pronunciada pendiente llamada la Cuesta de Pablico, con su cortijo homónimo rodeado de pinos dominando una bonita vista del pueblo acunado por la montaña, a la izquierda del caminante.
A mitad de la cuesta un tractor aparejado de instrumentos agrícolas trata de superar la pendiente, lentamente, chirriando como un elefante enfermo de melancolía. El tractorista que, en su lentitud, ve pasar al caminante, lo mira con gesto interrogador a la vez que con un ligero movimiento de cabeza lo saluda.
Algún que otro vehículo, seguro conocedor de la carretera, pasa raudo, sobrado, obligando al caminante a ceñirse a su izquierda. Pasa también, rauda y alegre, una bandada de estorninos exhibiendo su coreografía. Compite la paloma torcaz en rapidez con el vencejo. La alondra, en su vuelo sobre el sembrado, silba su monótona letanía mientras la liebre salta, asustada, con su ancestral miedo reflejado en sus gestos.
Hace buen tiempo y se camina a gusto. El aire está lúcido, diáfano, transparente. Una vez coronada la cuesta se ofrece al caminante una amplia perspectiva hacia el oeste teniendo como guía la carretera, jalonada de olivar con plantaciones nuevas en parcelas, que antaño se dedicaban al cereal o estaban en barbecho, que han sido repobladas con olivas jóvenes. A la derecha una excelente vista de la aldea de Los Rosales, al pie de la Sierra de Quesada, que se exhibe imponente. Al frente se adivinan Torreperogil, Úbeda, encaramada en su cerro y Baeza. A la izquierda Sierra Mágina y Jódar, al pie de la Sierrezuela homónima.
La carretera, bastante bacheada y de firme irregular, tiene una suave pendiente descendente que no dejará de serlo hasta el lecho del río Guadiana Menor en la conjunción del término de Huesa y de Quesada, en las aldeas de El Cerrillo, Collejares y El Cortijuelo. Poco transitada tiempos atrás no es ahora un ir y venir incesante de vehículos, pero sí hay cierta circulación que recomienda al caminante extremar la precaución y que denota una cierta dinamización de la economía de la zona.
El caminante, curioso él, al pie de Cerro Hueco, a la izquierda de la carretera en el sentido de la marcha del caminante, en una curva de la misma, se para a contemplar una enorme nave de más de cien metros de larga por, al menos veinte de ancha. Hay otra más pequeña enfrente, a la derecha de la carretera, pero la grande es la que llama la atención del caminante por su desacostumbrada dimensión para lo que se da en la zona.
El caminante penetra en la explanada de tierra de la parte frontal de la nave y se detiene con intención de reposar un poco y de paso, si se tercia, enhebrar palabra con cualquiera que se pres-te. Hecho que se produce a los pocos minutos con la llegada de un automóvil que irrumpe dejando tras de sí una estela de polvo.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle? Dice el automovilista.
—Buenos días –responde el caminante—. Perdone la intromisión, es que voy camino de El Cerrillo y me ha llamado la atención esta gran construcción. He parado un poco también para descansar.
—Muy bien… ¿Va usted a pie hasta El Cerrillo?
—Y volveré también a pie, no tengo nada mejor que hacer en todo el día. Por cierto, no hace falta que me diga lo que hay en el interior de la nave.
—Parece claro.
Un hombre algo más joven y alto que el caminante, de pelo castaño y tez curtida por el sol, descendió del coche y acudió a saludar al caminante en claro signo de reconocimiento.
—Me alegro de verte. ¿Quieres ver la granja?
El hombre, resultó ser un hombre instruido, no sólo en el manejo de su negocio sino en muchos otros aspectos de la vida. Enseñó la granja de pollos al caminante, lo invitó a almorzar y le refirió, punto por punto, el proceso de cría y engorde de los pollos. El caminante, que gusta de escuchar y aprender, estuvo, dentro de lo que cabe, todo lo atento que pudo estar a la diserta-ción de su anfitrión a la vez que trataba de sacar de su cabeza el ensordecedor ruido que miles de pollos producen piando al alimón, hecho que cuando se experimenta por primera vez no deja de ser una experiencia apabullante.
En las granjas de engorde de pollos, hay alguna que otra más en el pueblo, llegan a convivir más de 50.000 ejemplares de dichas aves, que se renuevan, más o menos, cada seis semanas que es el período de engorde del animal.
El granjero trabaja integrado en la cadena de producción de los grandes mataderos de Jaén y Granada. Las grandes empresas le adelantan todos los materiales necesarios, desde los pollos recién nacidos hasta los medicamentos o el pienso para su engorde.
Estas grandes empresas revisan frecuentemente las instalaciones para supervisar el proceso de engorde, así como el estado sanita-rio de las aves que, una vez engordadas, son retiradas por dichas empresas que abonarán al granjero el precio por kilo de carne estipulado en los contratos, deduciendo de dicho precio el importe de los materiales anticipados. Después de esto empieza un nuevo ciclo y así sucesivamente.
El sistema, que parece seguro por tener asegurada la venta del producto a un precio estipulado de antemano, tiene también ciertos riesgos que entroncan con la meteorología, plagas y otras dependencias foráneas que el avezado granjero suele cubrir con seguros.
El caminante que dio cumplidamente las gracias al granjero, no solo por el sustento material sino también por el del alma, se echó nuevamente al camino. El paisaje no difería gran cosa de lo que percibió desde el otero de la Cuesta de Pablico. Los tres kilómetros de carretera, casi recta, que faltaban hasta llegar a la aldea de El Cerrillo transitaban casi en su integridad por el Llano de los Castillos por un paraje árido, punteado por alguna que otra balsa y alguna que otra granja, al que sólo dan sombra las miles de olivas replantadas, con escasa vegetación de carrizos y tarayes en los cauces de las ramblas.
Media hora de camino más abajo llega el caminante a la aldea de El Cerrillo, en la frontera suroeste con el término municipal de Quesada, que llega hasta el Puente de la Teja, por donde pasa la rambla del mismo nombre que, tras juntarse con otras más, desagua en el Guadiana Menor cuando lleva agua, cosa que no se da muy a menudo excepción hecha de los períodos de lluvia.
El Cerrillo, a la falda de la Morra de las Tiesas y a orillas del Guadiana Menor, contrariamente a lo que ocurre con otras aldeas, ha pasado de ser apenas dos cortijos en los años sesenta a ser una aldea floreciente y en expansión en la actualidad, con más de veinte casas y con pretensiones de incrementarlas. Es, sin duda alguna, la aldea más poblada y próspera de Huesa pese a que en su suelo abundan los espartales que, pese a ser sinónimo de suelos pobres, cumplen holgadamente la misión de retenedores de humedad que impiden la desertización. Las alcaparreras, las genistas y las retamas salpican también el paisaje que rodea a la aldea en las partes más alejadas del río.
Si en el año que nos ocupa el censo de habitantes en población dispersa del municipio no llegaba a los 150 habitantes, ser más exactos, puede asegurarse que la mayor parte de ellos residen en El Cerrillo, en casas amplias y sólidas orilladas a la carretera en su mayor parte que se ocupan de un olivar frondoso y rico que se nutre del río y al que, a veces, el propio río inunda de forma incontrolada.
Junto al Puente de la Teja, la Venta de Bayona, otrora importante, ya en el límite del término municipal, de la que sale un camino que, en sentido inverso al que trajo el caminante, a contracorriente del río y paralelo a él, lo llevará a otras cortijadas enclavadas en el término municipal de Huesa.
Cruza el caminante el Puente de la Teja y penetra en el término municipal de Quesada hacia la aldea de Collejares, una más de las muchas de Quesada que, junto a la de El Cortijuelo, al otro lado del río y en un rico y amplio meandro, forman un pequeño núcleo de población de algo más de 200 habitantes que consiguió invertir el proceso de despoblamiento, mal endémico de muchas otras aldeas de la comarca, con el desarrollo de cultivos alternativos.
Estas dos aldeas están comunicadas por un vado inundable que, hasta no hace muchos años, estaba la mayor parte del tiempo inutilizado por las crecidas del río. Aún en la actualidad no son pocas las ocasiones en las que ambas aldeas quedan incomunicadas por la misma causa. El caminante, que conoce estas aldeas desde su infancia, no acaba de entender la pasividad de las administraciones para construir algo más sólido que impida la incomunicación que cada año sufre la aldea de El Cortijuelo, la más perjudicada de la zona. El caminante ha dejado constancia en otro capítulo de este relato de la existencia de otro medio de conexión entre ambas aldeas, que quedó ya en desuso y desapareció. Queda como testigo mudo de este medio la Casa del Barquero, en El Cortijuelo.
Apenas distantes siete kilómetros de Huesa, ambas aldeas, pese a pertenecer a Quesada, tienen más relación con Huesa que con Quesada. No tanto por la distancia a la capitalidad municipal que no es mucho más que la que hay a Huesa, sino por el mal estado de las vías que los comunican. Ésa, y no otra, es la explicación por la que los habitantes de Collejares y El Cortijuelo eligen como primera opción para sus compras y abastecimientos la localidad de Huesa. El caminante conoce, y ha visitado en alguna ocasión, a muchos hueseños que tienen su cortijo en estas aldeas pese a que no están empadronados en ellas.
Poco antes de mediodía el caminante vuelve sobre sus pasos hacia la Venta de Bayona en donde, en dirección sur, tomará el camino del Moralejo que dos kilómetros más allá lo llevarán hasta el Cortijo del Moralejo, centenario, en la margen del río.
El camino, que sale desde la misma Venta de Bayona, va buscando el río a través de unas hermosas hazas de olivar. Es un camino de tierra, bacheado, por el que, de cuando en cuando transita algún animal de carga o vehículo a motor que, sin reparar en los baches, deja tras de sí la correspondiente polvareda. El caminante se imagina lo impracticables que deben quedar estas vías en tiempos de lluvia, que suelen ser los coincidentes con la recolección de la aceituna.
Queda atrás la aldea de El Cerrillo pronto y en menos de un kilómetro nos topamos con el Guadiana Menor, que baja caudaloso, claro y transparente. Abundante vegetación de ribera que alberga una gran variedad de trinos y aleteos acompañará al caminante durante gran parte del camino, que va paralelo al río, hasta el cortijo del Moralejo. Sigue siendo el río frontera entre los términos de Huesa y Quesada. A la derecha, la Sierra de Larva, con Larva a sus pies, la Dehesa del Guadiana, en término de Quesada y algún cortijo, pocos, en la amplia vega que se abre por estos pagos. A la izquierda el Cerro Gonzalo, pequeño, casi imperceptible. Al fondo, siempre presente y altanera la Peña Cambrón, con su singular perfil, con sus 1.192 metros, escoltada por el Cerro Pegueras, también por encima de los mil metros. El viajero quiere imaginar la ubicación de la Estación de Huesa, escondida, guardiana de la Peña Cambrón. Ambos objetivos futuros del caminante en tiempos venideros.
Desemboca el camino en el Cortijo del Moralejo, cortijada centenaria situada a la orilla del río, en el inicio de un meandro, en no mal estado general pero necesitada de retoques. El camino que trae el caminante tiene continuidad, bordeando el mismo cortijo, hacia la carretera que lo llevó de Huesa a El Cerrillo, aunque no lo va a seguir pues la intención del mismo es acercarse a los cortijos de Dondoncilla, el de arriba y el de abajo para, desde el Puente de don Emilio, iniciar el regreso a Huesa y dar por finalizada la jornada.
Varios pinos protegen el cortijo de los rigores del sol. Dos hombres, ataviados con monos azules, hacen un receso bajo la sombra de uno de ellos. El caminante, fiel a su costumbre y propósitos, aprovechando que es hora de comer se acerca ambos con las mejores intenciones. Son campesinos que se han pasado la mañana trabajando la tierra, frente sudorosa, noble, curtida por el sol, azada al costado.
—Buenos días, ¿molesto?
—Buenos días. –Contestó el que parecía más joven de los dos— No, acérquese a la sombra. Precisamente hemos hecho un alto porque íbamos a comer algo. Si le apetece, puede acompañarnos.
—Pues, la verdad, estaría encantado. El estómago está reclamando su ración. Aquí están mis provisiones. Si les parece podemos compartir.
—Hecho, siéntese. Eche un trago, tenemos cerveza fresca, y vino si le apetece más.
—Muchas gracias. Son ustedes muy amables. –El caminante se deshacía en agradecimiento—.
El caminante que dio cumplida cuenta de lo que se le ofreció, disfrutó de una amena conversación con aquella gente sencilla durante el refrigerio, durante la cual enriqueció su conocimiento sobre la cortijada y otras limítrofes que, según le dijeron, estaban allí desde hacía más de cien años. Terminado el refrigerio se despidió de sus anfitriones y se apartó discretamente hacia un sitio más reservado para no interferir en la labor de nadie y, de paso, dar una cabezada reparadora.
El caminante, que no tiene carril que echarse al pie, deja el cortijo a su espalda y coge un senderillo a contracorriente del río que discurre por la misma orilla en dirección este durante unos quinientos metros. Vuelve a encontrarse allí con un ramal del que sale del Cortijo del Moralejo hacia la carretera de Úbeda y que une las cortijadas de Dondoncilla de Abajo y Dondoncilla de Arriba entendidas en el sentido del fluir del río. Forma el río aquí un recodo de noventa grados que propicia un ligero embalsamiento del agua dando lugar al crecimiento de una abundante vegetación de ribera en la que silban los pajaritos de la tarde y croan las ranas que, amorosamente, procrean en las charcas.
El caminante, muy a pesar suyo pues le habría gustado continuar camino bordeando el río, con el Cortijo de Dondoncilla de Abajo a la vista toma el carril que, como todos los de la zona, está bacheado y polvoriento y que en poco más de cinco minutos lo lleva hasta la cortijada. De un tamaño similar a la de El Moralejo y a los pies del Cerro Hueco, la cortijada es una agrupación de cortijos en no mal estado que semeja una isla rodeada de un mar de olivas con este cultivo como el único existente. Enfrente, en la otra orilla del río, en término de Quesada el fértil triángulo de El Soto de los Frailes, en el recodo del río.
Pese a que no estaba muy entrada la tarde una cierta actividad de recogida y de preparación de animales de carga anima la vida de la cortijada.
Bordea el camino la cortijada por su parte sur en dirección a la otra, la de arriba, a escasos trescientos metros. El camino pasa por encima del cauce de Rambla Honda, que desagua pocos metros más abajo en el Guadiana Menor y que en no pocas ocasiones ha arramblado con el mismo en sus avenidas.
El Cortijo de Dondoncilla de Arriba es casi una réplica del de abajo, quizá un poco más grande y con el terreno moteado por alguna que otra huertecilla. Aperos de labranza mecánicos y para animales descansan resguardados por techumbres de hojalata. Algo más abajo el Puente de Don Emilio, de difícil comunicación con la cortijada
Es difícil despedirse de este río y mucho más olvidarlo. El caminante, que siempre tiene la conciencia en estado de promesa, cumplido su propósito, da por finalizada la jornada y toma el camino que lleva al Puente de los Royos donde cogerá la carretera que, procedente de Pozo Alcón, lo dejará nuevamente en Huesa.
El caminante, que tiene fe en las gentes, confía en toparse con alguien que le alivie el camino, bien por tracción animal o mecánica.
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