PRESENTACIÓN

DE TÍSCAR A HUESA POR PUERTO AUSÍN (JUNIO 1994)

Cartografía de 1900 (IDE Andalucía)
El Caminante ha repuesto fuerzas en el hotel del Vadillo. El hotel del Vadillo es un hotel muy recomendable. La señora que, junto a sus hijos, regenta el hotel desde los años setenta lo hace con mano firme y amable y trata adecuadamente tanto las necesidades de la mente como las del estómago. La señora trató especialmente bien al caminante preparándole un copioso y sabroso desayuno y las provisiones necesarias para acometer la dureza de la jornada que se iniciaba en los caños de la fuente rellenando la cantimplora.
Situado al lado de la carretera que sube al puerto de Tíscar y a menos de un kilómetro del santuario, en la vertiente este de la mole del Caballo, en la orilla derecha del río Tíscar, en un frondoso paraje de chopos, almeces y moreras, destaca especialmente por la impresionante Fuente del Vadillo. La Fuente del Vadillo es una fuente de tres caños por los que manan unos copiosos chorros de agua carbonatada muy recomendable para el tratamiento de varias enfermedades, especialmente renales que, tras caer al pilón, vierte sus aguas al río Tíscar, que más abajo se despeñará en la Cueva del Agua. También la fuente agradece la abundancia de nieves y lluvias y se manifiesta en todo su esplendor. Es frecuente ver en el paraje personas llenando recipientes de agua para consumo propio.
Tiene el Vadillo una fuente
con tres caños de agua.
De uno salen plegarias,
y de otro añoranzas.
Y el tercero que rebosa,
rezos de amor y gracias
para la Virgen de Tíscar
que se refleja en sus aguas.
(Pablo Vargas)
Según los vecinos de la zona, prospecciones que se están haciendo arriba en el puerto, sobre el acuífero del que se alimenta la fuente, pueden poner en peligro, especialmente en épocas de pocas nieves y lluvias, el caudal y subsistencia de la misma, utilizada desde hace siglos para el riego agrícola de las pedanías de San Pedro y Belerda y uso doméstico. Puede haber un serio peligro de desaparición del manantial. Doctores tiene la Iglesia.
El caminante, una vez dada cuenta del desayuno, repostado y en perfectas condiciones físicas, quiere encaramarse al puerto de Tíscar, tres kilómetros más arriba. El caminante siempre que pueda transitar por senderos o caminos, evitará las carreteras y en este caso le viene al pelo la vereda del Vadillo que baja desde el mismo puerto hasta el santuario de la virgen de Tíscar y que fue muy transitada en tiempos de conquistas y reconquistas.
El día está nublado y fresco y penachos de nubes ciñen las crestas de los picos cercanos. La temperatura a esas horas de la mañana no debe sobrepasar los diez grados centígrados. Discurre el camino por un paraje rico en olivar y con frondosos bosques de pinos en las laderas de los cerros de Las Carboneras y del Madroñal a la izquierda, a la derecha la Pedriza, al pie de la abrupta Cuerda de la Calera y, siempre presente, la impresionante mole de la loma del Rayal, con sus 1.834 metros de altura en cuyas faldas nacen los ríos Estremera, Tíscar y Guadalquivir, éste en su vertiente norte, en la Cañada de las Fuentes.
La vereda recorta en un cincuenta por ciento los cinco kilómetros que separan por carretera al hotel de la cima del puerto y, pese a su exigente pendiente, pone al caminante en poco más de medio hora en la cima del puerto de Tíscar, a 1.189 metros sobre el nivel del mar como reza el letrero que lo identifica.
En el mismo puerto la Fuente de Las Carboneras, siempre generosa, entregando sus aguas sobrantes a los regatos; el Cortijo de los Villares; a la izquierda al pie del Cerro del Madroñal, los dos refugios; a la derecha la torre de la Atalaya del Infante Don Enrique, guardiana del puerto.
Por estos puertos debió vagar ufano, en vida, el que a la postre sería héroe y protagonista de la toma del castillo de Tíscar, el valeroso Pedro Hidalgo, después llamado Pedro Diez y seguramente su espíritu mora para la eternidad en la torre de la Atalaya, que de robusta y misteriosa se presta a ello.
“Avia un noble escudero de el auito de los que traya el Maestre Don Garcilópez de Padilla el cual Se llamava Pedro Hidalgo, era valerosisimo, aunque muy pequeño de cuerpo, este Subió Solo una noche. Sin ser sentido y estando en lo alto mató los diez moros. Conque los Christianos Seapoderaron dela Peña, y otro día los Moros entregaron la villa y el Castillo, y porque esta haçaña fue de noche le dio el Rey Por armas Vn lucero de oro en campo açul, y Sus descendientes unos siguieron el apellido de hidalgo y otros el de Diez por el número 10 de los moros que mató, variando sus armas”.
Construida entre finales del siglo XIII y primeros del XIV, la Torre de la Atalaya del Infante Don Enrique, también llamada Torre de las Ahumadas, es una construcción circular, maciza, sólida, de unos once metros de altura y muros que, en su base, pueden alcanzar el metro y medio de grosor. Se accede por una puerta situada a cierta altura a la que se llega por una estructura metálica puesta al efecto. Sendos escudos de armas, uno encima de otro, presiden el acceso a la torre. Uno de ellos, el del Infante Don Enrique, en buen estado y legible; el otro, casi borrado e ilegible, podría ser el de Fernando IV, aunque no se puede asegurar.
Plantó la torre altiva un viejo infante
gloria y espanto de su tiempo rudo
que un mal amor purgó con vida errante.
Yo te tomo, atalaya, por mi escudo,
que, como tú, mi corazón amante,
espera firme, impenetrable, mudo.
Ya en el interior una escalera permite el acceso a la parte superior desde la que se divisan, en días claros, los pueblos e Torreperogil, Úbeda, Baeza, Iznatoraf, Villacarrillo y Santo Tomé. Además, los castillos de Tíscar y Quesada, los llanos de Pozo Alcón, Sierra Nevada y los valles de los ríos Majuela, Béjar y Estremera. Aparte de los elevados picos que la rodean, el Rayal, el Picón del Guante y Cerro Villalta, rayando todos los dos mil metros de altura.
En la roca del puerto, descarnada,
que el viento azota en bárbara porfía,
alza su mole, recta, escueta y fría,
este recuerdo de una edad parada.
La fábrica, imponente y reservada,
mantiénese perfecta, y le diría
que aún en su almena un centinela espía
el castillo del moro, en la Cañada.
Plantó la torre altiva un viejo Infante, gloria y espanto de su tiempo rudo,
que un mal amor purgó con vida errante.
Yo te tomo, atalaya, por mi escudo,
que, como tú, mi corazón amante,
espera firme, impenetrable, mudo.
(Rafael Láynez Alcalá)
El caminante, que se encaramó a su bóveda y permaneció en ella un buen rato, disfrutó de momentos de auténtico recogimiento ayudado por la majestuosidad del paisaje y por el silencio apenas interrumpido por algún vehículo que, en una dirección u otra, coronaba el puerto.
No extrañaría al caminante que el alma de Don Pedro Hidalgo, más tarde llamado Diez, morara aún en aquella torre, tal vez asediado por las almas de los diez moros que mató y los cuatro mil quinientos que envió al exilio en aquella terrible noche de 1319 en lo alto de la Peña Negra.
Vuelve nuevamente el caminante a la carretera, hacia la Fuente de las Carboneras donde rellena su cantimplora de agua. El agua de la Fuente de las Carboneras es un agua saludable y recia, como con cuerpo. Es una verdadera delicia saborearla y contemplar su constante manar.
El día, que empezó fresco y nublo, va aclarándose y el sol va tomando protagonismo. El caminante, emprende la marcha carretera abajo en dirección al pueblo de Quesada que está a unos ocho kilómetros, a pie de puerto en una pronunciada pendiente descendente que se transita rápido. El caminante no quiere, de momento, acercarse a Quesada, el caminante quiere ir en busca del mítico y a la vez desconocido puerto Ausín para, a través de él, regresar a Huesa.
Tiempos atrás el Puerto de Tíscar era conocido, erróneamente, con el nombre de Puerto Ausín. Realmente Puerto Ausín está al pie del Cerro de Vitar, en los collados del mismo nombre, tres kilómetros más abajo del de Tíscar. Posiblemente fuera una vía de comunicación importante para el acceso al Santuario de Tíscar y a la zona, de las pedanías quesadeñas de Collejares, Cortijuelo o El Salón e incluso de poblaciones como Larva o Jódar. Actualmente está en desuso para tal efecto y sólo se utiliza para el acceso desde las pedanías y cortijadas existentes a lo largo de la carretera de Quesada a Huesa a las fincas de la zona o al Cortijo de la Mesa.
La carretera, siempre descendente, continúa ceñida, a la izquierda del caminante, a la falda de los picos con profusos bosques de pinos y encinas. A la derecha se ofrece, en todas las direcciones, la visión de unos profundos horizontes plagados de olivares que se alternan con frondosos pinares que van perdiendo importancia a medida que se desciende. Las altas cuerdas de la Sierra de Cazorla, allí en todo su esplendor, enmarcan el mar de olivos que intenta trepar hacia sus cumbres. Cortijos como Los Villares, Pedro García, Palomeque, del Roto, Morillos o Fique se erigen en atalayas vigilantes de la cohesión del olivar. Al fondo Quesada, encaramada en su cerro, más al fondo millones de olivas se ofrecen al caminante allá por las lomas de Peal, Torreperogil, Úbeda o Villacarrillo, justificando la importancia del olivar como mayor monocultivo de Europa y de la provincia de Jaén como mayor productora mundial de aceite, con casi el cincuenta por ciento de la producción nacional. El curso del río Extremera, que se descuelga del Rayal, divide el valle y perfila el terreno.
Hace todavía algo de fresco y se camina a gusto. Por la carretera, de vez en cuando pasa algún vehículo en sentido ascendente o descendente obligando en ocasiones, debido a la estrechez de la misma, a ceñirse al caminante a su izquierda a fin de evitar males mayores. Apenas medio kilómetro más abajo del puerto el caminante da alcance a un hombre que, a juzgar por el color de su vestimenta, debe ser el que el caminante vio descender desde el refugio cuando estaba encaramado en la Atalaya del Infante Don Enrique.
El hombre, que iba distraídamente, con la cabeza erguida y la mirada en el horizonte, percibe la cercanía del caminante, vuelve la cabeza y se detiene. El caminante, que ha hecho promesa de profundizar en el alma de las gentes del camino, se empareja con el hombre. Es un hombre algo mayor que el caminante, de unos cincuenta años y, prácticamente, de la misma estatura. Tiene el rostro curtido por el sol debido, seguramente, a su trabajo al aire libre.
—Buenos días.
—Y fresquitos.
—Era usted quien bajaba del refugio, ¿verdad?
—Sí, ¿y usted el que estaba en la atalaya?
—Pues sí, la verdad es que no podría ser de otra manera, pues poca gente hay por aquí que vaya a pie.
Se detienen ambos y se sientan en la cuneta de la carretera. El caminante invita a un trago de su cantimplora. El hombre saca un paquete de tabaco y ofrece un pitillo.
—¿Fuma?
—No, gracias, hace mucho tiempo que lo dejé.
—Pues ya me gustaría a mí dejarlo, pero no hay manera por más que lo intento.
El hombre enciende el pitillo y succiona con cierto deleite, después tiende la mano al caminante y se presenta. El caminante corresponde. Como dijo aquél, la cortesía es como el aire de los neumáticos: no cuesta nada y hace más confortable el viaje.
—¿Hacia dónde va? — Pregunta el caminante.
—Voy a Quesada, ¿y usted?
—Pues, mire usted, yo voy y vengo. He hecho noche en el hotel del Vadillo y quiero acercarme a Huesa por Puerto Ausín.
—¿Puerto Ausín? No me suena ningún puerto con ese nombre por aquí. Los únicos que me suenan son el de Tíscar, del que venimos, y el de Huesa, un poco más abajo, pero no transitable para vehículos normales.
—Pues sí, existe puerto Ausín. Es un puerto que antiguamente se utilizaba para unir la parte sur del Adelantamiento de Cazorla con el santuario de Tíscar. Actualmente está en desuso y dudo que tenga algún tipo de conexión con esta carretera. Presumiblemente habrá que buscar el enlace o, si no, campo a través.
El hombre, que dijo llamarse como el caminante y ser Ingeniero de Obras Públicas, había subido el día anterior al puerto junto con dos compañeros más, a vigilar unas prospecciones acuíferas que su empresa estaba realizando un poco más arriba. Sus compañeros se marcharon el mismo día y como él tenía el día siguiente libre había preferido quedarse a dormir en el refugio y albergue del puerto y hacer los ocho kilómetros del camino de vuelta a Quesada a pie.
—Pues es la primera vez que oigo hablar de ese puerto que usted menciona. Hay muchas cosas que uno no sabe y ésa debe ser una de ellas, en cualquier caso, nunca te acostarás sin saber algo nuevo.
—Así es, debe estar unos kilómetros más abajo y coincidir con el Collado de Vitar, al pie del cerro del mismo nombre, por lo que no será difícil dar con él.
—Si usted lo dice, así debe ser. Y…. ¿cómo es eso de que va y viene? ¿Va usted siempre solo? ¿Es usted escritor?
—No, le aseguro que no soy escritor y no, no voy siempre solo, aunque convendrá conmigo que ir solo a veces es el mejor sistema para familiarizarse uno consigo mismo, es la mejor manera de perderse y reencontrarse al mismo tiempo. En este caso es solo que disponía de tiempo y he decidido hacer unas rutas por esta zona más al sur de la Sierra de Cazorla, soy de por aquí… ¿Y usted, es de por aquí también? Por su forma de hablar deduzco que no lo es, pero nunca se sabe.
—No, soy manchego, de Albacete, estoy alojado de momento en Quesada, pero no será por mucho tiempo, hasta que acabemos con las prospecciones y emitamos el informe oportuno. Después iré donde la empresa me quiera mandar, que para eso estamos.
—Pues alabo su decisión de emprender el camino de regreso a pie, parece un descenso agradable y poco exigente, otra cosa sería la subida.
—Ya le digo –sentenció el ingeniero.
A medida que la carretera desciende las retamas y los bosques de encinas y pinares que jalonan las faldas de la sierra que franquea la carretera por la izquierda van dejando paso a los olivares, que escoltan a los caminantes por ambos lados. Las olivas se ven frondosas y agradecidas tanto por la propia humedad del suelo como por los abrazos húmedos que las nubes suelen dar a la vegetación a esas alturas. Siempre presentes, al fondo las extensas hazas olivareras de Peal, Torreperogil y Úbeda, el Rayal y los altos picos que enmarcan los valles más recónditos de la Sierra de Cazorla.
—Tienen ustedes, los de aquí, el privilegio de poseer unos de los bienes más preciados que puedan desearse, al menos bajo el punto de vista de un humilde manchego.
—¿Se refiere al aceite?
—Por supuesto que sí. No sé si serán conscientes de ello.
—Créame que sí. Es lo que realmente define a estas comarcas jiennenses y, como puede apreciar por el amor con que se les trata, los agricultores lo saben. En estos últimos tiempos parece haberse producido una mayor concienciación por su parte y se han introducido sistemas de regadío, de recolección, producción y comercialización que están dando sus frutos. No ha mucho la mayor parte de la producción era vendida por las cooperativas a los italianos y comercializadas por estos como producción propia a precios desorbitados. Ahora hay distintas denominaciones de origen y se comercializa directamente desde las cooperativas, con sus propias marcas. La labor de las cooperativas es determinante en todo este proceso.
El caminante, que dentro de sí lleva permanentemente ese gusanillo, se despachó a gusto y encontró al receptor idóneo en su acompañante, sensible también a estos temas.
—La verdad es que pese a ser un tema recurrente por estas tierras, no es menos real y cierto. En conversaciones de barra he sido testigo de la inquietud de los productores de crear un producto diferente y al parecer se dan las circunstancias. Según tengo entendido un diez por ciento del olivar es de la variedad “royal” que, pese a tener un rendimiento un cincuenta por ciento menos que la “picual” que es dominante en la comarca, produce un aceite de excelente calidad que podría competir con los mejores tanto en calidad como en precio. Es una variedad que, según dicen, se da en tierras por encima de los novecientos metros de altura, y que, por mor de la orografía, debe ser recolectada por sistemas tradicionales. También es la primera que se obtiene y se pone en el mercado. Así que, como dicen, las circunstancias se dan.
—¡Diga usted que sí! –no pudo por menos que exclamar el caminante, totalmente de acuerdo con su interlocutor.
Un gran número de buitres leonados, seguramente procedentes de la cercana buitrera de El Chorro, trazan en las alturas su incesante danza circular. Una pareja de águila real, orgullosas ellas como corresponde a su patricia estirpe, marcan territorio sobre el plebeyo buitre y buscan su sustento sobrevolando los riscos de Los Corralicos. El sol, aunque no molesta, ha ido ganando terreno a las nubes y el día se presenta ya totalmente claro, aunque no caluroso.
El caminante y compaña se detienen sobre el puente que salva el barranco Alcón y, como corresponde a gente civilizada que ha compartido un buen trecho de camino, se despiden “hasta que el destino propicie un nuevo encuentro” y se desean lo mejor.
El caminante ve perderse cuesta abajo a su eventual compañero de travesía con cierta pena pues le ha sabido a poco su agradable charla y compañía. El caminante está convencido que una de las cosas más bonitas que se pueden encontrar en el camino es la amabilidad de la gente. El homónimo Ingeniero de Obras Públicas, natural de Albacete, no cabe duda, es un señor amable además de erudito y solidario con los problemas de las gentes y sus tierras.
A la izquierda, a la salida del puente, el caminante coge un senderillo que bordea las últimas olivas que casi se abrazan a la roca y que le ve a dejar al mismo pie del Cerro de Vitar, en su collado, donde confluyen dos carriles perfectamente visibles, uno que sale dirección oeste hacia la aldea de Los Rosales y otros cortijos cercanos y otro, el que interesa al caminante, que se dirige hacia el sur, hacia el Cortijo de la Mesa. En este mismo cerro, a mediados de los años ochenta, se descubrió el Abrigo del Cerro Vitar, la Cueva del Encajero y sus interesantes manifestaciones de arte rupestre, que no se conservan en buen estado debido a la dejadez y a los fuegos encendidos por los pastores a lo largo de los años que han cubierto de negro gran parte de las pinturas, por otra parte, bastante visibles. Esta zona es, al parecer, rica en yacimientos prehistóricos como se acredita con otros descubrimientos como, parte de los mencionados, la Cueva de la Hiedra, Cueva Cabrera, Abrigo de Manolo Vallejo, Vadillo, Arroyo de Tíscar, Cueva de Clarillo, Cueva del Reloj y otros más, descubiertos en los años 90 y todos aconsejables y fáciles de encontrar y visitar la mayor parte.
Un par de kilómetros más abajo y a casi mil metros de altura, entre la vertiente norte del Cerro de Vitar y el Cerro de Magdalena, está el Puerto de Huesa. Situado en el antiguo camino de Quesada a Huesa, fue vía normal y usual de comunicación entre ambas localidades hasta la construcción de la actual carretera que lo dejó en desuso y quedó para usos agrícolas, como suele ocurrir en estos casos pese a que la distancia entre ambos pueblos sea sensiblemente menor a través del puerto que por el nuevo trazado. El caminante no descarta hacer ese itinerario en un futuro, pero en este caso qui-so descubrir el de Puerto Ausín, el Portus Agoçino de los romanos.
Se encuentra el caminante en un altiplano, a más de mil metros de altitud, que permite una visión panorámica sobre los cuatro puntos cardinales que no por repetida deja de impresionar. Sobre todo, destaca la fértil depresión del Guadiana Menor, visto en perspectiva de varios kilómetros de su cuenca, hasta casi su desembocadura en el Guadalquivir. Al oeste las localidades de Larva, Cabra del Santo Cristo, Bedmar y Jódar; un poco más a la derecha y al frente Baeza, Úbeda, Torreperogil y Sabiote; omnipresentes las sierras de Cazorla y Mágina, todavía con neveros en sus cumbres. Algunas otras poblaciones son visibles desde esta privilegiada atalaya, pero el caminante no se atreve a ponerles nombre y corre el riesgo de confundirlas con otras.
Desde el Collado de Vitar un camino de apenas tres kilómetros lleva directamente al Cortijo de la Mesa, llamado también en otros tiempos de la Matanza. El silencio, absoluto, y la sensación de soledad causan una sensación placentera. Como vigilantes del entorno los buitres siguen trazando sus monótonas coreografías circulares aprovechando las brisas primaverales.
El camino discurre casi en línea recta por un llano de unos seiscientos metros en su parte más ancha delimitado, por su parte este por los picos de la cuerda de Los Corralicos y por su parte oeste por los cortados de más de doscientos metros que se precipitan hacia la Cañada de Vitar y Los Rosales. Hazas de olivas que se alternan con otras de pinos ocupan la casi totalidad del altiplano hasta llegar al cortijo que está totalmente en ruinas, así como los trazados de lo que debieron ser en su día corralones para el ganado. Desde esta altura se contempla en casi su totalidad el término municipal de Huesa con su feraz olivar colonizando escarpadas laderas, cerros, valles y oteros, así como su núcleo urbano que poco a poco se va expandiendo hacia la carretera de Úbeda y Pozo Alcón ganando terreno urbano al olivar y que parece dormir la monotonía de un día cualquiera, sólo apreciable el movimiento de algún que otro vehículo que entra o sale. En un alcor el cementerio, donde descansan en paz los restos de los hueseños que grano a grano, gota a gota, piedra a piedra, pusieron los cimientos de lo que hoy es el pueblo, varios de ellos familiares del caminante.
A pocos metros del caminante levanta su vuelo un bando de palomas silvestres zuranas. Por estas tierras jiennenses, sin entrar en más detalles, a toda paloma que no sea doméstica se le llama torcaz y constituían verdadera plaga en la época de la trilla, aba-lanzándose en bandada sobre las eras cuando el grano empezaba a separarse de la paja.
Los campos aparentan estar bien cuidados, los sembrados verdean y un sinfín de florecillas silvestres aportan su colorido al paisaje, el azul de la flor del cardo, el rosa de la flor de la jara, el multicolor del brezo, el amarillo del piorno y la retama, el blanco de la margarita silvestre y del majuelo y, en fin, todos aquellos que componen el espectro cromático que la sabia naturaleza pone a nuestra disposición con el encargo de preservarlo.
El día está completamente despejado y los horizontes son kilo-métricos. Sopla una ligera brisa del norte cuyo frescor se acentúa con la altura y no viene mal guarecerse de ella al amparo de una pared semiderruida para reposar un poco, hidratarse y renovar energías.
Al lado mismo del cortijo, un regato de agua da origen a lo que será la Rambla de la Matanza cuyo cauce, erosionado por el correr del tiempo y el agua, se ve en su totalidad desde el privilegiado otero hasta su unión con el Arroyo de las Cerradillas y que se despeña, pendiente abajo, hacia las cerradas de La Veleta y, ya más reposada, hacia el Cortijo de Caniles, formando en su camino pozas de gran belleza, alguna de cierta profundidad.
El caminante, que para el descenso tiene ante sí unas más que pronunciadas pendientes, debe elegir entre varias opciones. Descartados por su peligrosidad los cortados que se asoman a la aldea de Los Rosales, el caminante, campo a través y loma adelante, inicia el descenso zigzagueando hacia la carretera de Quesada. Al fondo, en el valle, a la orilla derecha del Guadiana Menor las aldeas de El Cerrillo y Collejares, en la otra orilla El Cortijuelo, aldeas estas que serán motivo de visita en su momento por el caminante. Más cerca, casi a tiro de piedra, los cortijos de Caniles, de Romualdo y de Facundo en alguno de los cuales se veían gentes y máquinas trabajando.
El caminante alcanza la carretera a la altura de la gravera de San Rafael que, de voraz y a fuerza de bocados, a buen seguro acabará engullendo parte de la sierra si no la totalidad. Unos centenares de metros más arriba, en dirección a Quesada, la aldea de Los Rosales, pedanía perteneciente a Quesada, a diez kilómetros de ésta y a cuatro de Huesa y que quizás por estar más cerca de Huesa sus apenas setenta habitantes tengan más querencia y vínculos con la vecina localidad como se demuestra por la gran afluencia de hueseños en las fiestas patronales de la aldea.
En la pedanía de Los Rosales se intercambian armoniosamente, en un bello paisaje, olivares y sierra. Varias casas, algunas de buen porte y de un blanco inmaculado, jalonan la carretera a ambos lados. De entre todas destaca la ermita de San José en cuya recoleta plaza y aledaños tienen lugar las fiestas de la pedanía.
Deja el caminante la pedanía ya camino de regreso a Huesa. A un kilómetro de la misma, antes de pasar el puente sobre la Rambla de la Matanza, la cortijada de Caniles, llamada también Los Camilos por los habitantes de la zona, con su pequeña capilla dedicada a la Virgen de Tíscar. Comparte Huesa devoción mariana entre la Virgen de la Cabeza, patrona de la localidad, y la Virgen de Tíscar, patrona de Quesada y muy venerada también en el pueblo de Huesa. El primer domingo de junio tiene lugar la llamada Romería de Caniles en honor de la Virgen de Tíscar, que es procesionada hasta el pueblo de Huesa acompañada por una gran multitud de personas que, previamente, ha disfrutado de un festivo y campestre día.
Carretera adelante, a la derecha del caminante, un camino de tierra en no muy buen estado y casi desaparecido lo lleva a Los Cortijillos, en el margen derecho de la rambla. Los Cortijillos están en la actualidad abandonados, se trata de un grupo de casas en ruinas convertidas en un enorme palomar donde estas prolíficas aves campan a sus anchas. Situado al noroeste del pueblo, tiempo atrás era casi una pedanía más, con todas sus casas habitadas. Alguna está en proceso de restauración, con estilos y materiales muy alejados de lo que fueron y con aspecto de ser dedicadas a uso agrícola.
Cae la tarde y el caminante, ya cansado por la larga jornada emprende el regreso al pueblo por la carretera de Quesada. Grandes hazas de olivar pertenecientes a la finca El Llano se extienden a ambos lados de la misma. Es la finca más grande del municipio llegando a tener almazara propia.
El caminante se detiene ante la puerta de entrada de la que siempre se ha llamado “La casa del Llano”, es, sin duda, la casa más majestuosa del pueblo, con bonitos jardines y con su aire de palacete al que los altos muros que rodean la finca unido al comportamiento un tanto huraño de sus moradores conferían un cierto aire de misterio y hermetismo que la hacían objeto de deseo de profanación por parte de la chiquillada.
La casa está situada al final de la calle Juan Jiménez y fue construida precisamente por este señor, bisabuelo de los actuales propietarios, que adquirió la finca a principios de siglo. Este granadino fue un gran benefactor del pueblo, cediendo gran cantidad de terrenos de su propiedad al ayuntamiento para la construcción de la propia calle y de otras edificaciones como el cuartel de la Guardia Civil, así como generador de empleo para gran parte de los jornaleros del pueblo. En compensación por tales beneficios el Ayuntamiento puso, en justa reciprocidad, su nombre a la que hoy es una de las calles más transitadas del pueblo y salida obligatoria hacia la localidad de Quesada.
El caminante, absorto en la contemplación, no puede menos que retrotraerse a otras épocas, otros tiempos, más cercanos a la España de posguerra y establecer comparación con éstos, postreros del siglo XX, y entrar en conflicto con el propio Manrique por aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Vuelve el caminante de su ensoñación para hacer repaso de lo acontecido durante la jornada. Ha disfrutado de la soledad y el misterio de la Atalaya del Infante, ha sido grata la compañía de su amigo y homónimo ingeniero de Albacete, ha cumplido un viejo deseo de descubrir Puerto Ausín y visitar La Mesa, que siempre le pareció lejana, misteriosa, aunque lo haya hecho en contrasentido de las indicaciones de su amigo Manolo, el pastor, convirtiendo en descenso lo que debía ser ascenso y dirección única lo que debía ser ida y vuelta. El caminante, satisfecho, decide retirarse a sus cuarteles de primavera y cumplir con sus compromisos, que lo están esperando, y con el sagrado sacramento de “la liga”. Mañana será otro día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario