Cartografía de 1900 (IDE Andalucía)
El caminante, a hora temprana y un tanto embotada su cabeza por los compromisos de la noche anterior, desayuna en el bar de Esteban un abundante desayuno. No son más de cinco los parroquianos que a esa hora toman su desayuno, su café, su copa o ambas cosas en el establecimiento.
Uno de ellos, conocido del caminante se dirige a él con la mano extendida.
—Me alegro de verte. ¿Cómo tú por aquí?
El caminante, que conoce bien al parroquiano, responde a su saludo ofreciendo también su mano.
—Pues ya ves, a dar una vuelta y resolver alguna cosilla.
—¿Dónde vas tan temprano?
—Pues que quiero aprovechar el día y darme una vuelta por la Vega de la Higuera y, si hay tiempo, acercarme al Cerro Miguel.
—Y eso… ¿por gusto o por promesa?
—No, nada de promesas, por gusto exclusivamente.
El parroquiano miró perplejo al caminante dando a entender que no comprendía que nadie en su sano juicio pudiera hacer semejantes cosas para, a continuación, poner cierta cara de complacencia pues el caminante y el parroquiano fueron amigos en la infancia y adolescencia antes que el destino separara sus vidas.
—Pues yo voy para Dondoncilla, así que si quieres te puedo acompañar hasta el cruce con el camino de Morata.
El caminante aceptó enseguida, encantado, pues siempre es de agradecer andar los caminos en compañía, que siempre se puede aprender algo.
—Eso sería estupendo, además, como bien sabes, mejor se anda el camino en buena compañía, hablando, aunque sea del pasado.
El caminante invitó a desayunar a su amigo y tras aprovisionarse para el día, salieron ambos del bar de Esteban para, saliendo por la puerta de la tía San Marcos, tomar la carretera de Pozo Alcón e iniciar sus caminos en buena compañía hasta que se se-pararan, cinco kilómetros abajo más o menos.
Pese a que, por mor de los cambios horarios españoles, el sol no había aparecido aún por Cueva Grande, había ya bastante claridad y el pueblo se desperezaba con cierto ajetreo provocado por todos aquéllos que tenían algo que hacer. El caminante y su amigo, flanqueados por centenarias olivas perfectamente alineadas salen de Huesa por el paraje de los López. El camino que espera a ambos es casi en su totalidad cuesta abajo, lo que propicia un buen ritmo. Quince minutos más tarde atraviesan el puente donde se juntan la rambla de Caniles, llamada también de la Matanza, que baja desde la Mesa y el Arroyo de Huesa, que pasa por el centro del pueblo y viene de las Cerradillas recogiendo gran parte de las aguas de la Sierra del Caballo. Las abundantes lluvias de primavera y los deshielos han propiciado un generoso caudal que riega las frondosas huertas que jalonan el cauce y que más abajo, junto con otras ramblas, desaguará en el Guadiana Menor a la altura de Dondoncilla.
Hay poco tráfico rodado a estas horas matutinas. Alguna vetusta moto con aperos atados a ella de las formas más inverosímiles rompe el silencio. Alguna mula, riendas al hombro de su jinete, con su andar rítmico, balancea su serón.
—Y tú, ¿cómo es que haces el camino a pie? Entiendo que con estos tiempos no tengas animales de carga, pero... ¿algún vehículo tendrás?
—Sí, sí que tengo vehículos, incluso una moto, pero cuando no tengo que acarrear nada ni llevar peso prefiero ir a pie y de paso me mantengo en forma y bajo el colesterol. Los aperos los tengo en el cortijo. Eso sí, cuando hace falta echo mano de la furgoneta, especialmente en verano, que tú conoces muy bien cómo son los veranos aquí.
El caminante no pudo por menos que dar la razón a su amigo. El caminante anduvo muchas veces ese mismo camino en verano con un sol de justicia, en invierno nevando y en primavera u otoño con tormentas. También, las más, en placenteros paseos y en traslados que anunciaban el estiaje.
Quedan aún en pie, tanto a orilla de la carretera como en las faldas de algunos cerros e, incluso, cercanos al cauce del agua, cortijos ahora deshabitados que antaño bullían de vida y hacían más placentero el camino. Al frente, presentes siempre, los Picos de Guadiana, con su singular silueta, a la derecha, más arriba, Las Cabañas, con sus canteras de yeso, con sus olivares, pocos, con sus alcaparreras; a la izquierda las huertas, con sus cortijos ahora decadentes, algunos restos de lo que fue la tejera del Tío Canuto, el llano de la Galana, la Cañada Marín.
Un kilómetro más abajo el Puente de los Royos donde se juntan las aguas de los arroyos de Caniles, de las Cerradillas y Rambla Honda para tributar, juntas, sus aguas al Guadiana Menor, por Dondoncilla, como queda dicho. La Universidad de Granada, a través de su cátedra de arqueología, en trabajos de prospección que hizo por esta zona, encontró numerosos materiales romanos y árabes, muy dispersos, que concluyó eran procedentes de aluviones y arrastres de las cabeceras de estos arroyos y ramblas al no tener continuidad en catas en tierras adyacentes.
Pasado el puente el caminante y su amigo dejan la carretera de Pozo Alcón que hace un brusco giro hacia el este y toman, a la derecha, el camino que los llevará a la bifurcación que va a Morata, el caminante, y a Dondoncilla, su amigo, donde tras un afable apretón de manos se despiden, se desean un buen día y quedan emplazados para ligar en cualquier bar del pueblo al regreso de ambos.
El camino ha sido agradable, la compañía también, la mañana fresquita, los augurios buenos y la predisposición del caminante, mejor. En lo que canta un gallo el caminante tiene a la vista el Puente de Don Emilio, sobre el Guadiana Menor que el caminante no quiere atravesar de momento. Frente a él el Cerro del Horno, la Dehesa del Guadiana, La Casilla, El Mulejón; más arriba, en término de Quesada, el paraje de la Cruz del Muchacho, donde tiene origen la trágica leyenda que nuestros mayores nos narraban en oscuras noches de mesa camilla, con brasero de ascuas y a la luz del carburo o del candil, que producían en los que éramos pequeños más de una noche de insomnio. En dicha leyenda se relata la historia de una persona que fue devorada por una manada de lobos. Para salvar el maleficio había, toda persona que por allí pasara ante la cruz, de rezar un padre nuestro y hacer un nudo en el esparto para ahuyentar a los malos espíritus y estar así a salvo.
No penetra el caminante en términos de Quesada y coge un camino que lo llevará, bordeando el río, hacia el cortijo de Morata, al pie del cerro que lleva su nombre. Enfrente, como queda dicho, en la otra orilla, la Dehesa de Guadiana, la Majada del Peñón, Peña Caidilla y el Pico del Poyo.
En Morata, el apenas perceptible, ignorado y desconocido asentamiento argárico de Cerro Negro, de la edad del Bronce, investigado por la Universidad de Granada, en una ladera de dicho cerro donde apenas se aprecia, en superficie, restos de construcciones, invadidas por la vegetación y casi ocultas, con evidente riesgo de desaparición si no se asignan medios para su conservación. Más adelante el cortijo de García, al pie de los cerros de Julián Díez; cortijo de los Amadores; cortijo del Molino de los Picos, ya en ruinas, en la vertiente sur de los Picos del Guadiana, que muestran un perfil distinto al que muestra en su vertiente norte, más habitual por ser el que se percibe desde el pueblo. Esta misma margen y la de enfrente están jalonadas de varios cortijos más que ahora, en su mayor parte, están deshabitados pero que en tiempos no demasiado remotos y junto a los inexistentes, formaban un núcleo de población vivo e importante.
En los años cincuenta y sesenta la población que habitaba estas vegas dentro del término municipal podía rondar las ochocientas personas, que subían al pueblo con motivo de festividades patronales, religiosas o de cualquier otra índole, mezclándose con los residentes en el mismo, familiares cruzados casi con todos, y creando un bullicio alegre y festivo que excedía, a veces, de la propia capacidad del pueblo. Eran vegas con, además del omnipresente olivar, árboles frutales, huertecillas de subsistencia, maizales, eras y tierras dedicadas al cereal y para otros usos propios de su denominación de vega. Paulatinamente fue desapareciendo casi todo, con algunas pequeñas y testimoniales excepciones, para dedicar estos terrenos, prácticamente en exclusiva al olivar, implantando nuevos sistemas de regadío que harían más aprovechable el agua. Simultáneamente la población que no emigró a otras regiones se trasladó a vivir al pueblo ya que más modernos medios de locomoción permitían el traslado a los lugares de laboreo y posterior envío de las cosechas a los molinos del pueblo. Como consecuencia de todos estos factores se produjo el despoblamiento con la consiguiente ruina y derribo de cortijos que vivieron épocas más esplendorosas.
Empieza a mostrarse la exuberante y frondosa Vega de la Higuera, con el olivar como protagonista principal. Se abre una extensa y rica vega con anchuras que llegan a ser de hasta un kilómetro en algunos casos. El caminante ha visto en varias ocasiones en su infancia y adolescencia completamente anegada, en toda su anchura, la Vega de la Higuera, a causa de las riadas, abundantes en otras épocas, causantes de no pocos destrozos y dramas. La construcción del pantano del Negratín puso fin a estas devastado-ras avenidas pese a que de cuando en cuando se produzca alguna que otra, aunque más controladas y menos dañinas.
Vegetación típica de ribera como álamos blancos, tarayes y eucaliptos, entremezclados con adelfas, carrizos y juncos jalonan la ribera del Guadiana Menor proporcionando cobijo y alimentación a una variada fauna avícola de gran colorido entre las que están el multicolor abejaruco; la oropéndola, no menos vistosa con sus amarillos chillones; la pequeña joya azul cobalto que es el martín pescador y la tímida y escurridiza carraca, con sus tonos azules y marrones y con su canto peculiar al que debe su nombre. En los remansos el barbo andaluz, el calandino, más conocido por jaramugo en estas tierras, y el endemismo local, boga del Guadiana, además de haber alimentado a los ribereños durante siglos, coadyuvan a formar un todo armónico que da cuenta de la importancia ecológica de este río.
Algunos cortijos, antaño cenicientos, son ahora del color gris claro de los bloques de cemento, con techos hundidos o reparados en algunos casos con placas metálicas. Quedan lejos los tiempos en que los cortijos estaban protegidos por tejas andaluzas fabricadas en tejeras no demasiado lejos de allí. Su utilidad ahora es la de almacén de aperos, género o animales.
El caminante sigue una senda que discurre, entre choperas aisladas no muy tupidas y tarayes, junto al río. De cuando en cuando verdea alguna huertecilla, pero predominando siempre el olivar, el omnipresente olivar, de un verde ceniciento. A la izquierda, en la falda de los picos, se ve algún que otro rebaño de ovejas y cabras, todas revueltas.
Un perro con una enorme carlanca de clavos, atado al tronco de una higuera que ya verdea, ladra con agresividad al caminante. El simple amago de echar mano a tierra para coger una piedra lo hace callar de inmediato, recogiendo el rabo y guareciéndose en una pequeña caseta metálica. Unas cabras asoman su cabeza por la tronera de un muro. Unas ranas croan en un pequeño remanso. Unas golondrinas cruzan el cielo, veloces, erráticas, sin dirección fija. Alguna lagartija se asoma tímidamente para después desaparecer velozmente.
Un labriego barbaján, de tez cobriza y frente sudorosa, azada en ristre, hiende, una vez tras otra, la feraz tierra dedicada a huerta. El caminante, por hablar con alguien, busca su compañía so pretexto de un trago.
—Buenos días.
—Buenos días tenga usted –contesta el labriego—.
—¿Sembrando?
—Ya ve usted, preparando la tierra para sembrar alguna hortaliza.
—Se agradece.
El labriego deja la azada y se sienta junto al caminante en el borde de la poza de una oliva. Hablan ambos, hablan del tiempo, de los animales, de lo hermosos que están, de la cosecha que se presenta, de la calidad de la cosecha del año anterior, del agua, en fin, de todo aquello que era importante. Ya se sabe que hablar de todas estas cosas siempre es buena conversación y provoca sensaciones amistosas.
El caminante, después de despedirse del labriego y siguiendo la margen derecha del río, sin perder de vista al mismo y amparado en la abundante vegetación de ribera, continúa en dirección este por el paraje llamado de los Muñoces donde se encontrará con la carretera para, continuando por la misma durante un kilómetro y medio aproximadamente, tomar a la derecha y, a través del Puente de la Risa, cruzar el Guadiana Menor hacia su margen izquierda.
El Puente de la Risa es un puente peculiar. El Puente de la Risa tiene un nombre peculiar. El Puente de la Risa es una importante vía de acceso a los cortijos y a las explotaciones agrícolas de la margen izquierda del Guadiana Menor. El Puente de la Risa está y ha estado secularmente dejado de la mano de Dios. El caminante tiene para sí que el puente debe su nombre a esa risilla nerviosa que atacaba a los que lo atravesaban debido a las pésimas condiciones en que ha estado siempre desde su construcción. Hay otras teorías puede que más poéticas pero el caminante prefiere quedarse con la suya, con todos los respetos.
Un sinfín de sonidos procedentes de los pájaros que pasan, se cortejan, se mueven continuamente y habitan la vegetación de la ribera y aledaña, solamente roto por algún esporádico vehículo que pasa por la carretera y apenas interfiere, acompañan y hacen detenerse al caminante a la mitad del puente a la vez que contempla el fluir rápido, como con prisa, de las aguas del Guadiana Menor. Por momentos el silencio es total, ningún artilugio mecánico interfiere el mismo y crea una atmósfera mágica que, desgraciada-mente, cada vez se da menos. El caminante, finalmente, atraviesa un puente concebido en su día para caballerías y carros, estrecho, perforado en su firme, con unas barandillas metálicas completamente al aire, que amenazan derrumbarse a la menor presión y lanzar al agua a quien tenga la osadía de apoyarse en ellas para contemplar las abundantes y rápidas aguas del Guadiana Menor. Tal vez, algún día, alguna administración se decida a emprender acciones para su acondicionamiento y mejora, bienvenida sea, fuere cual fuere, la que emprenda tan necesaria obra.
Apenas cruzado el puente arranca un camino hacia la derecha, bordeado por varios cortijos acostados en las faldas de cerros de tierra roja y blanca que, a la altura del Cortijo de Joselillo, gira a la izquierda y continúa, en permanente subida, por la Cuesta del tío Julián.
El camino, todo en ascenso, es un carril polvoriento apto para animales y para vehículos preparados al efecto, con escasa vegetación al inicio, que se va espesando a ambos lados a medida que se va tomando altura. Al poco el caminante llega a la Cuesta del tío Julián en un collado alargado donde unas cuantas hazas de olivas esperan el arado reparador de los hierbazales de la primavera.
El camino está solitario y desierto, nadie sube ni baja. Tampoco hay ningún cortijo ni casa en el trayecto. La caminante tira de recuerdos e intenta recordar usos, cantos y costumbres de Huesa que ya no se utilizan y que no se han perdido porque otras gentes se han preocupado de forma desinteresada por su pervivencia.
“Las señoritas de Huesa
se asoman a los balcones
se dicen unas a otras:
mi novio tiene galones”
A la derecha los cerros de la Tosquilla, de las Víboras, de los Cocones, más allá el Tabernillas; a la izquierda la Majada de la Presa y el Cerro de Quebranta acompañan al caminante hasta el Haza de las Tabernillas, con su helipuerto para prevención y ataque de incendios, se trata de un círculo aplanado y con el perímetro señalizado en blanco.
Las cuestas fatigan, el caminante, que va sudando, piensa que lo mejor será hacer un alto para reparar las energías. Aprovecha para echar un vistazo al círculo y refrescarse del acaloramiento que le ha producido la continuada subida. Una vez descansado y con ganas de llegar a su destino el caminante continúa dirección sureste hasta la cortijada del Corral de la Higuerilla, al pie del cerro Pantoja donde, en un nuevo giro a la derecha, siempre ascendente, continúa el camino.
Del camino, de cuando en cuando, salen alcorces, algunos casi borrados, que permiten acortar camino pero que hay que transitar con el máximo de los cuidados para no hollar aquello que sólo pertenece al medio. De repente, por un alcorce, entre el romero y la retama una liebre da un salto y sale, como alma que lleva el diablo, cerro arriba causando al caminante, que percibió de oído antes que de vista, el mismo susto que llevaba ella. Por la fronda la jabalina arrastra tras de sí una tropilla de trotones jabatos aún con librea. Por la fronda la garduña acecha sus presas. Por la fronda la cabra montesa esconde su timidez.
Sigue el camino hacia arriba y adelante hasta el Cortijo de las Tabernillas, al pie del pico homónimo desde donde toma un atajo que le lleva unos metros más arriba al pico Tabernillas de 893,504 metros de altitud como reza el vértice geodésico construido el 22 de agosto de 1989, cuya ascensión no presenta dificultad alguna y puede hacerse plácidamente siempre que se tenga un cierto fondo físico.
Desde aquella altura el pico vigila la zona y se divisa un panorama amplio, hermoso y muy variado, con vistas, hacia el norte, del núcleo urbano de Huesa; hacia el Este del de Pozo Alcón y sus interminables llanos; hacia el Sur los Atalayones, el Cerro Miguel, el Cocón del Buitre, la Morra del Tomillar, con su vértice geodésico, la Peña del Can y otras elevaciones, todas por encima de los mil metros; más al sur, ya en tierras de Granada, la Sierra de Guadix y Sierra Nevada, refulgente; hacia el Oeste, el camino que dejó el caminante y que continúa hacia la casa forestal del Cerro Miguel y hacia Tarahal, Cherrín y Cortijo Nuevo, pedanías y cortijadas en los límites sur del término municipal de Huesa con Granada, a orillas del Guadahortuna y, también hacia el Oeste, Peña Cambrón, desafiante y orgullosa.
El Cerro Miguel tiene unas connotaciones especiales para los habitantes de Huesa. Pese a su lejanía del municipio fue elemento fundamental de sustento para las familias hueseñas, especialmente durante la Guerra Civil española y la posguerra, gracias a sus grandes recursos madereros, de cereal, del esparto y hierbas aromáticas. Fue también tierra, especialmente durante la posguerra, de furtivismo de caza menor y mayor y de subsistencia gracias a sus recursos, con la vista gorda, en algunos casos, de los guardias que eran contratados al efecto. En otras ocasiones se emplearon con singular dureza, con resultados dramáticos para muchos lugareños.
A través de testimonios de personas mayores del pueblo, el caminante tiene conocimiento de la presencia de maquis en Huesa a partir de la desbandada que se produjo a raíz de la batalla de Pozoblanco, seguramente la última de la Guerra Civil española. Decían los mismos que fue de tal virulencia la batalla que llegaban hasta el pueblo los sonidos atronadores de los cañonazos. Por estos montes del Cerro Miguel y aledaños, dicen los viejos del lugar, se instaló el maquis, compuesto por algunos naturales del pueblo participantes en la misma, a causa de la desbandada que se produjo en la que se dice fue la última batalla de la Guerra Civil en el citado pueblo cordobés hacia finales de marzo de 1939. La fértil Vega de la Higuera les procuraba sustento, la caza era fácil y la ocultación también.
Fueron maquis desperdigados, de la provincia de Jaén, de militancia comunista pero no controlada por el PCE que pretendieron llevar más allá su honra, ideología o supervivencia, con resultados de todos conocidos. El Rojo Terrinches, el Ramiro, Fernandillo, Pablo “el de Motril” y otros anduvieron por estos montes y por los cercanos de Tíscar, comunicándose entre ellos de la mejor manera posible, ayudados en unas ocasiones y traicionados en otras por la población temerosa de las consecuencias que tendrían sus actos dentro de una situación de represión atroz.
El Ramiro fue el último maquis ejecutado en la zona. Captura-do en Belerda, fue expuesto públicamente, linchado y ejecutado en Quesada, enterrado el 28 de febrero de 1952 en una fosa común del Corralillo de los Ahorcados del cementerio municipal de Quesada, sin constancia en los libros de enterramiento de la parroquia.
Se cuenta que los gemidos de sus atribulados compañeros de partida vagaron por los cerros cercanos, como los aullidos del lobo y que, por los montes del Caballo, mientras sonaban las campanas, cantaban dolorosamente:
El cuarto la comunión,
Que la reciba quién quiera
Que aquel que entierran sin curas
También lo pudre la tierra.
Unas nubecillas rojas y alargadas, de bordes precisos, se dibujan por poniente, cruzan lentas, como queriendo quedarse. Se dice que estas nubes de color rojizo presagian calor para el día siguiente.
En la cima el vértice geodésico recibe al caminante un mojón cuadrado de un metro de ancho por un metro cincuenta de alto, coronado por una columna de más de un metro de alta y unos treinta centímetros de diámetro. El mojón, que es como todos los mojones de vértices geodésicos que ha visto el caminante, sirve al mismo como apoyo para guarecerse de la brisa que ahora sopla del Este y reponer fuerzas.
El caminante una vez repuestas fuerzas y tras alguna que otra cabezada, se siente satisfecho e inicia el camino de regreso por los mismos senderos que lo trajeron a la cima, con la alegría añadida de la cuesta abajo, que se hace más llevadera y menos cansada.
Vuelve a atravesar el Puente de la Risa y, una vez en la carretera, se encomienda a cualquier conductor caritativo que le devuelva a Huesa, de donde salió temprano en compañía de su amigo con el que quedó para ligar. El caminante, que en su marcha acusaba ya un cierto cansancio, tuvo suerte.
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