Cartografía
de 1900 (IDE Andalucía)
Para los procedentes del levante español el camino más lógico y corto
para llegar a la parte sur del término municipal de Huesa es desde Pozo Alcón.
Desde la propia localidad una carretera en no mal estado lleva al caminante y
su vehículo a través de los fértiles y bien cuidados altiplanos de Pozo Alcón,
a la aldea de Fontanar, distante cinco kilómetros. Dos kilómetros antes de
llegar a la aldea deja la carretera y toma un carril polvoriento que seguirá en
dirección sur durante unos seis kilómetros para luego girar hacia el oeste a la
altura del Puntal de Cuesta Blanca, en busca del río, por la Cuesta del Negral,
hacia la Casa Forestal de las Salinas donde, tras varias curvas, recurvas y
acusadas pendientes, el caminante, montado en su vehículo, desciende hacia el
cauce del río, que se ofrece amplio y feraz con más de setecientos metro de
anchura de vega.
Ha
descendido, pues, el caminante en corto trayecto, desde los casi novecientos
metros de los altiplanos de El Fontanar hasta los poco más de quinientos en la
vega por la que discurre el río.
Con el
Guadiana Menor ya a la vista un breve recorrido de unos setecientos metros por
su margen derecha hasta alcanzar un puentecillo al pie mismo del cerro Montones
de Harina, de poca altura sobre el río, que permite atravesarlo y pone al
caminante nuevamente en término municipal de Huesa, en un carril que, cuatro
kilómetros y medio aguas arriba, lo llevará hasta Cortijo Nuevo.
Apenas
pasado el puente, a la derecha, aguas abajo, por un camino intransitable para
vehículos se encuentra la cortijada de Chíllar, también en una amplia vega, a
algo más de diez kilómetros. El caminante deja la otrora castra romana de
Chiellas (Chíllar) y antigua alquería andalusí para visitarla en otra ocasión.
Chíllar, según recoge el diccionario Madoz a principios del XIX, tuvo una
importante explotación salinera de manantial de la que se tiene conocimiento
desde la época romana, continuando después su explotación los árabes y estando
en la actualidad prácticamente inactiva. Se conservan aún en la zona sistemas
de regadío en el valle procedentes de los romanos y reutilizados y mejorados por los árabes, verdaderos maestros en el uso del agua,
según trabajos realizados por el Instituto de Estudios Almerienses,
Departamento de Historia, en 1989.
Aguas
arriba, en el vértice sureste del término municipal de Huesa el río
Guadahortuna finaliza su recorrido y entrega sus aguas al Guadiana Menor en una
zona de abundante vegetación de ribera y bien cuidadas hazas de olivar. Con la
aportación del Guadahortuna y del Fardes, que viene de recorrer setenta y cinco
kilómetros desde su nacimiento en la Sierra de Huétor, en término municipal de
Huétor Santillán y que ha tributado sus aguas un poco más arriba, tras regar la
Hoya de Guadix, el Guadiana Menor ha recibido ya la casi total aportación de
sus afluentes y se conforma como un río importante, caudaloso y benéfico,
vertebrando la segunda cuenca más importante de la del Guadalquivir, después de
la del Genil. Se une así el río Guadahortuna al catálogo de masas de aguas
pertenecientes al término de Huesa, no así el Fardes, que lo único que aporta
al término son sus aguas y ni un kilómetro de cuenca.
El río
Guadahortuna, río de huertos, llamado a veces río Alicún, el caminante no sabe
si acertadamente o no, es un río corto, de poco más de cincuenta y dos
kilómetros de longitud, pero importante, con una cuenca de 478 kilómetros
cuadrados. Nace en el término municipal de Montejicar, en la comarca de los
Montes Orientales, y atraviesa Montejicar, Guadahortuna, Alamedilla, Alicún de
Ortega y Dehesas de Guadix de oeste a este, todas en la provincia de Granada.
Marca en toda su longitud, a lo largo de más de 15 kilómetros, el límite sur
del término municipal de Huesa con la provincia de Granada y posiblemente
formara parte de la vía Antonino que entraría por el Guadiana Menor y seguiría
el curso del río uniendo Acci (Guadix) con Mentesa (La Guardia de Jaén). No
quedan restos de la vía, sólo algunos restos de la presa romana a la altura de
Zamarrón y en la carretera de Alamedilla, un puente romano no muy bien
conservado cerca del puente del Hacho y restos en algún que otro cortijo
disperso. Como bien dice el dicho, de no ser así, pues no está
suficientemente documentado, todos los caminos llevan a Roma. Paradojas de la
vida, donde pudo estar el puente romano se encuentra ahora el que hasta hace
poco fue el viaducto más largo de España, con sus 624 metros, construido entre
1893 y 1895 sobre las aguas del río Guadahortuna.
Como
ocurre con la gallina y el huevo no se sabe si el río puso nombre a la
localidad o fue al revés. Los lugareños se dividen entre los que defienden la
etimología de “río de la fortuna” y los de “río de huertos”, el caminante se
inclina por la segunda, avalado por datos empíricos.
Finalmente,
el caminante llega a la aldea de Cortijo Nuevo, a 587 metros sobre el nivel del
mar. La intención del caminante es recobrar su esencia como tal y la del camino
por lo que opta por dejar aparcado el vehículo en la aldea y patear los caminos
hacia Cherrín y Tarahal en recorrido de ida y vuelta para, una vez de vuelta,
recogerlo y emprender camino de retorno a Huesa. El día, aunque caluroso como
corresponde a primeros del mes de Julio, se presta a ello gracias a una suave
brisa que sopla de levante, que mitiga un tanto la sensación de calor. La
percepción de poblado fantasma que en un principio impacta al caminante queda
pronto deshecha por un pequeño tráfico de animales, personas y ruido de
tractores que van o vienen de su faena.
Con una
vega, la del Guadiana Menor, formada por terrazas y tierras de inundación
fluvial muy bien cultivadas, la aldea de Cortijo Nuevo está ubicada en la
margen izquierda del río Guadahortuna, en el vértice sureste del término
municipal y es, realmente, una aldea ignota y desconocida para los habitantes
de la parte central y norte del término municipal, como lo es también el resto
del sur municipal. El caminante habla por sí mismo, pero intuye que esta
sensación es extrapolable a la mayor parte de los hueseños como seguramente
será compartida, a la recíproca, por los habitantes de la aldea.
No es
baladí esta sensación si se tiene en cuenta que Cortijo Nuevo está mejor
comunicada con los pueblos de la provincia de Granada e,
incluso, con Pozo Alcón, que con la cabeza administrativa del término municipal
de la que dista 34,9 kilómetros de caminos polvorientos y grandes pendientes en
buena parte del recorrido que, en ciertas épocas del año y debido a lluvias y
nevadas se convierten en impracticables. Aunque ya ocurre menos también, las
avenidas de agua han impedido en no pocas ocasiones la comunicación de los
aldeanos del sur con el resto del municipio. Baste saber que, por ejemplo, Pozo
Alcón se encuentra a apenas 18 kilómetros y que los municipios granadinos de
Dehesas de Guadix y Villanueva de las Torres están apenas a 12 kilómetros. Por
todo ello es fácil suponer la afinidad y empatía que este sur del municipio
tiene con las citadas poblaciones, para su devenir diario, dejando el apartado
administrativo y familiar como único punto de contacto con sus convecinos.
El
caminante, que no tiene más conocimiento de Cortijo Nuevo, Cherrín y Tarahal
que ligeras referencias de sus padres y abuelos, quiere, en este deambular por
estos lares, tener información de primera mano sin otra pretensión que tomar constancia
del hecho y darlo a conocer a quien pueda interesar y, de paso, si procede,
despertar un poco el interés por este desconocido sur del municipio.
Aunque
tiempos atrás llegaron a vivir más de cien familias, en la actualidad, con
apenas una treintena de habitantes permanentes, Cortijo Nuevo vive,
fundamentalmente, de la ganadería de ganado ovino y caprino. También de la
agricultura, aunque en menor escala, basados mayormente en el olivar, con
algunos almendros y huertecillas de subsistencia aisladas. Aprovechando el
declive del terreno casas cueva (del tío Abelardo, tío Peloto, tío Antonio, tío
Cachirulo, Coliblanca y otras) alternan con otras más aparentes y otras casi en
ruinas que forman un núcleo urbano de casi medio centenar de edificaciones que dan
una idea de lo que debió ser la aldea en su época de mayor esplendor.
En el
plano del término municipal de Huesa elaborado por el Instituto de Cartografía
y Estadística en 1878 ya aparecen estos núcleos de población
del sur como integrantes de pleno derecho del mismo. Por la gran cantidad de
itinerarios de arrieros y caminantes que atravesaban como destino y paso a
estos pequeños núcleos de población, así como los sistemas de irrigación de que
estaban dota-dos, debieron tener cierta relevancia en una época, la del siglo
XIX, en que la población rural, pese a su dispersión, era autosuficiente y
basaba su economía esencialmente en la ganadería y la agricultura. No en vano,
hasta mediados de los años cincuenta del siglo XX en que empezó el fenómeno
migratorio del campo a las urbes, la diseminada población rural de provincias
solía superar en número a la que vivía en los pequeños pueblos. En dicho plano
el río Guadahortuna actual es el río Alicún, aunque la toponimia en general
coincide en gran parte con la actual más de un siglo después Llama la atención
la cantidad de itinerarios y veredas existentes, algunas coincidentes, como es
lógico con vías de comunicación actuales.
Como
queda dicho el caminante se convirtió nuevamente en tal y, pertrechado con lo
necesario para la ocasión, pasando con respeto por la fachada de la antigua
escuela abandona la aldea por el camino que conduce a Cherrín, hacia el oeste,
de características más o menos similares al que lo llevó a Cortijo Nuevo. No se
atisba ninguna nube en el horizonte y el sol pega de firme, aunque la brisa
mitigue algo la sensación de calor. Cherrín espera a unos tres kilómetros y
medio de distancia. El camino, que se aleja del río Guadahortuna, discurre
bordeando las laderas del sistema montañoso que, al norte y hasta la depresión
del Guadiana Menor, cubre gran parte del accidentado territorio. A la izquierda
discurre, plácido y en pleno estiaje, el Guadahortuna. El camino es fácil, el
caminante está descansado, el andar es rápido y las pendientes suaves. El
silencio total, solamente roto, de cuando en cuando, por alguna bandada de
pajarillos y el graznido de algún cuervo.
La
ribera del río presenta una vegetación rica en carrizos y tarayes. Grandes
manchas de olivar geométricamente dibujado y alineado en hermosas hazas
rellenan el paisaje aledaño al río, a la izquierda. A la
derecha espartales y albardinares pintan de dorado las laderas de los montes y
les confieren un aspecto estepario. El caminante intuye, agazapados en la
sombra de cualquier matojo, la presencia de la esquiva liebre, de la veloz
perdiz, de la totovía o del sisón común, todos abundantes en la zona.
A la
altura de Los Bermejales el caminante avista, a unos quinientos metros, la
figura de un animal que se acerca. Se trata de una mula que, ronzal sobre
cogote y hombros, va conducida por un hombre. El animal, negro zaino, de una
muy buena altura, va cargado con dos sacos de paja y otros dos de grano y va
enjaezado como si fuera un traje de domingo: jáquima muy ornamentada, con
florecillas y rosetas de colorida lana; albarda sólida y del grosor necesario
para proteger el costillar; ataharre limpio, en consonancia con el resto;
cincha ancha, de lana, con brillantes hebillas.
El
caminante, que a lo largo del día no ha podido cambiar palabra con nadie, se
hace el firme propósito de enhebrarla con el hombre que se acerca. Se detiene a
orilla del camino y saca su pañuelo para limpiarse el sudor a la vez que saca
una botella de agua de la mochila.
—Buenos
días. ¿Hace un trago de agua?
—Buenos
días tenga usted. Sí, se agradece.
—Vaya
día que hace, ¿no?
—Pega
el sol un poco, pero esto no es nada, venga usted por aquí en el mes de agosto
y ya me dirá.
El
hombre, de unos setenta años, enjuto y de piel curtida por el sol va vestido
con pantalón y chaleco negros, raídos, con camisa de color blanco macilento
abotonada a las muñecas, zapatos también negros y blanqueados por el polvo del
camino y cubierto con un sombrero de paja.
—¿Viene
de muy lejos?
—No,
vengo de ahí al lado mismo, de una cueva que tengo en una rambla donde guardo
la paja y el grano para los animales y algunos aperos. ¿Y usted, dónde va por
estos caminos?
—Pues mire, visitando por primera vez en mi vida la parte sur del
municipio de la que había oído hablar poco y por la que tengo una cierta
curiosidad.
—Pues
poca cosa va a encontrar por aquí que no sea polvo y sol. Por aquí ya quedamos
pocos y está todo muy abandonado.
—¿Es
usted de por aquí cerca? Pregunta el caminante.
—Sí,
nací y he vivido siempre en Cortijo Nuevo. Y usted, ¿de dónde es?
—Pues
soy hueseño, como usted.
—Muy
bien, encantado.
—¿Ha
pasado toda su vida en Cortijo Nuevo? ¿No ha vivido en ningún otro sitio?
—Pues
mire usted, no. La verdad es que no, a lo mejor no supe aprovechar la ocasión
cuando se presentó en la década de los sesenta. Tampoco me arrepiento de no
haberme ido, mis hijos sí que están fuera, muy bien colocados. Tengo uno en
Madrid, que es car-tero y otro en Granada, trabajando en un banco. A este lo veo
más porque, además de que está más cerca, le gusta venir a la casa, el otro, no
viene tan a menudo, y la verdad es que lo entiendo porque aquí hay poco que
hacer y ofrecer. En la aldea no quedamos más que cuatro viejos a la espera que
Dios nos llame a filas. ¿Un cigarro?
—Se le
acepta, aunque uno no fume habitualmente. Me gustaría hacerle una pregunta,
sobre una de las razones que han traído a este caminante hasta aquí.
—Usted
dirá.
—¿Qué
cree usted, que piensan los habitantes del sur, como un servidor los llama,
sobre sus relaciones con el pueblo? ¿Con qué frecuencia lo suelen visitar?
—Pues,
qué quiere que le diga, no tenemos un especial sentimiento sobre el particular
y yo, en concreto, casi ni pienso en ello.
El día
a día te absorbe y vemos como cosa natural desplazarnos a los pueblos vecinos,
más cercanos, a hacer nuestras compras, visitar a médicos e, incluso, ir a
misa. Nosotros, mi mujer y yo, solemos ir a Pozo Alcón en
donde hay de todo y está creciendo mucho.
—¿Y no
echan de menos tener más contacto con el pueblo?
—Pues
mire usted, le voy a decir una cosa. Usted es joven y esto no lo ha vivido,
pero a lo mejor lo ha oído de los mayores. En los años de la república y
después de la guerra, sí que había más relación con la gente del pueblo. No
había fiesta ni festividad que los jóvenes de aquí, Cherrín o Tarahal no nos
pusiéramos de acuerdo para acudir al pueblo a divertirnos o a cortejar a las
muchachas. Más de uno vino con novia de allí. Recuerdo que quedábamos en
Cherrín de madrugada y desde allí salíamos para Huesa cortando por el Cerro
Miguel y luego hacia el Puente de la Risa donde nos juntábamos con la gente de
Ceal y la Vega de la Higuera y desde allí al pueblo donde, por cierto, no crea
que éramos muy bien recibidos y había rencillas y piques que venían de años
anteriores. Una vez allí nos alojábamos, con las bestias, en la pensión de
Morante o en casa de familiares. La vuelta era otra cosa, llegábamos ya de
noche, cansados y pensando en lo que nos esperaba al día siguiente.
El
caminante, que tenía conocimiento de lo que ocurría por aquellos tiempos,
asistió extasiado a la precisa exposición que aquel hombre, de apariencia
rústica y desconocido por completo para él, hizo de los modos de vida de no
demasiados años atrás, apenas cuarenta.
—Por
cierto, ¿para dónde va usted?
—Pues
como ya le dije, estoy visitando las aldeas de aquí abajo y me dirigía a
Cherrín, como primera parada.
—Pues
si no le parece mal, podría acompañarlo un poco.
—Hombre,
si su tiempo se lo permite, estaría encantado.
—¿Tiempo?
Si algo me sobra es tiempo y, aunque no lo tu-viera, no me gustaría
desperdiciar la ocasión de conversar, que no siempre tiene uno la oportunidad
de hacerlo y menos con alguien desconocido y que, además, sabe escuchar.
—Pues
nada, usted manda.
Hombre
y caminante, tras las oportunas presentaciones, se en-caminaron hacia Cherrín,
que distaba poco más de un kilómetro y medio. En el trayecto el hombre desveló
al caminante, entre otras cosas, que él fue uno de los que se echó novia en el
pueblo y que, sin más preámbulos, se fugó con él, con la nocturnidad que los
tiempos requerían, que se echaron las bendiciones en Tarahal que, pese a la dureza
de los tiempos aquellos años de su niñez, adolescencia y juventud podían
considerarse como los mejores años de aquellas perdidas pedanías, que la guerra
le cogió pequeño, con doce o trece años y que apenas cambió los hábitos de vida
de la zona salvo algunos hechos puntuales comunes en toda España. Ya con la
cortijada a la vista caminante y hombre se despidieron, se desearon buena
suerte y, en fin, todas esas cosas que se dicen para la ocasión. La
conversación con el hombre dejó al caminante muy satisfecho y fortaleció su
ánimo y su idea de patear aquellos caminos bajo el sol de Julio y tratar de
arañar algo más del espíritu de sus aldeas abandonadas y sus parajes
semidesérticos.
La
visión de Cherrín produjo en el caminante una sensación extraña, como de
cementerio. Una sola edificación se mantenía en pie, el resto eran ruinas de
casas que debieron ser hermosas en su tiempo y que en la actualidad sólo
mantenían sus plantas, algunas paredes y pocos tejados como recuerdo de lo que
en tiempos pasados debió ser una animada aldea. Por el número de restos de las
ruinosas construcciones, la aldea pudo tener, perfectamente, medio centenar de
habitantes en sus mejores momentos. El caminante piensa, con cierta desazón,
que hay demasiadas ruinas diseminadas a lo largo y ancho del agro del término
municipal de Huesa y de los agros de muchos más términos municipales de España.
No sabe si esto es bueno o malo, pero algo en su interior le dice que debería
corregirse esta cultura anti rural y volver un poco a los orígenes.
De
Cherrín salen caminos que llevan a la cumbre de el Tomillar, a unos siete
kilómetros más o menos, y del Cerro Miguel, más o menos a la misma distancia.
Eran estos caminos frecuentados antaño por los habitantes del
sur para acudir, jinetes en sus caballerías, a las fiestas del pueblo, a
recolectar esparto a los montes aledaños o al Cerro Miguel o a cualquier otro
evento o necesidad atravesando, según decían los ancianos, terrenos donde
campeaba el lobo, aunque eso debió ser hace muchas décadas.
Tras
haber refrescado un poco el cuerpo y el gaznate a la sombra el caminante toma
el camino de salida de la fantasmal cortijada y continúa hacia la de Tarahal,
cuatro kilómetros hacia el oeste. El camino, que discurre ahora en dirección
suroeste se asoma, por momentos a las aguas del Guadahortuna para, al poco
rato, separarse y volver a encontrarse ya en la aldea de El Tarahal, al pie de
la loma homónima, en una planicie junto al río, cuarenta minutos más tarde.
Tarahal,
en el vértice suroeste del término municipal, que produce en el caminante el
mismo efecto que le produjo Cherrín, era una aldea con unas quince casas, con
su iglesia parroquial, con la casa del párroco y su cementerio, conocido por su
panteón, propiedad del terrateniente de la zona, llegando a denominarse a la
aldea también como la aldea del “panteón”. La iglesia parroquial y el
cementerio daban servicio también a Cherrín y Cortijo Nuevo. En la actualidad
está casi deshabitada, aunque viven esporádicamente algunas personas pues
apenas quedan tres casas en pie y la iglesia, construida en nave rectangular,
que amenaza ruina, con su espadaña todavía enhiesta, aunque por poco tiempo si
no se ponen medios para evitarlo. El cementerio está ya en completa ruina. En
tiempos pasados debían habitar aquí unas quince o veinte familias, la mayor
parte de ellas labradoras y arrendatarias de una gran finca propiedad de un
terrateniente que ocupa la casi totalidad de las tierras afectas a la
cortijada.
Los
tres núcleos, Tarahal, Cherrín y Cortijo Nuevo, formaron una sola parroquia que
se constituyó el 27 de noviembre de 1798 a instancias del obispo de Jaén Don
Agustín Rubín de Ceballos aprovechando una reorganización de la Diócesis,
poniéndola bajo la advocación de San Eufrasio.
El diccionario de Pascual Madoz, describe así la ermita de San Eufrasio
de Tarahal hacia el año 1845:
“el edificio de la iglesia, de sólida y bonita
construcción con varios objetos como púlpito, pilas, etc., de jaspe, consta de
una espaciosa nave y crucero, con dos hermosas portadas de orden corintio, buen
órgano en el coro sostenido por dos arcos; sacristía bastante capaz adornada
con bonitas pinturas, y una buena torre de piedra”.
El
primer párroco fue Don Francisco Moreno Rodríguez quien, muy solemnemente, el
25 de mayo de 1799 realizó el primer bautismo en la persona de una niña a la
que se puso por nombre Eufrasia María del Socorro, como no podía ser de otra
manera, en honor del santo bajo cuya advocación se encuentra la parroquia.
Eufrasia María del Socorro era natural de Cortijo Nuevo. El primer matrimonio
no se celebró hasta el 15 de octubre de 1803, recayendo tal honor en las
personas de Pedro Pajares y María de la Muela.
El último párroco que residió en
Tarahal fue Don Marcos Pulido que en 1915 marchó, trasladado, a Mancha Real. A
partir de esa fecha la parroquia fue atendida por párrocos procedentes de
Alicún de Ortega o de Cabra de Santo Cristo, de quien dependía en lo
eclesiástico.
Así
pues, cuando Huesa se independiza de Quesada en 1847 se da la circunstancia que
conviven en el mismo término dos parroquias la de Nuestra Señora de la Cabeza
en Huesa, creada en 1778 y la de San Eufrasio en Tarahal, creada veinte años
después, dependientes ambas del Arciprestazgo de Cazorla.
El
paisaje se repite desde que el caminante echó a andar desde Cortijo Nuevo. En
la orilla de enfrente, en la provincia de Granada ya, destaca el Cerro del
Reloj, con sus 756 metros de altura y su corte vertical donde, según se dice,
la cumbre hacía de gnomon de reloj de sol y los habitantes de la zona podían
seguir el curso de las horas por la sombra que proyectaba.
Visto
lo visto y cumplido el trámite, el caminante repone fuerzas a la sombra de un
árbol para, tras una breve cabezada, regresar por el mismo
camino a Cortijo Nuevo. Las reflexiones y las paradojas, muchas, lo vivido
confirma la sensación de olvido que padecen los vecinos del sur con respecto a
los del norte. Confirma la indiferencia de los sureños que se apoyan en vecinos
más cercanos, aunque sean de otra provincia. Confirma el despoblamiento rural,
mal endémico del campo español, reduciendo a apenas una treintena de habitantes
los más de seiscientos que moraban en los años cincuenta. Confirma el estado de
depresión en el que se encuentra la zona, no sólo en el hábitat urbano, con su
espectral aspecto, también en el humano. Confirma el abandono de la
administración local, insensible administración de posguerra, al no proveer los
medios necesarios ante quien fuera competente para comunicar decentemente norte
y sur. Cuando, a veces, creemos conocer todas las respuestas basta descender al
universo que pretendemos mejorar para ver cómo se cambian estas por preguntas.
El
caminante, ferviente admirador de Delibes, no puede por menos que pensar en
cuántos “Daniel el mochuelo”, “Roque el moñigo”, “Paco el bajo”, “Azarías”,
“Régulas” o “señorito Iván” han proliferado a lo largo de la geografía
española, de la jiennense y, especialmente, de la de los pueblos olvidados por
las administraciones. El caminante habla con conocimiento propio del tema.
El caminante
tuvo la fortuna de encontrarse en Tarahal con una vecina, María Teresa, que
reside temporalmente allí y que amablemente le enseñó su casa y departió con él
acerca de las vicisitudes vividas en la zona confirmando plenamente las
impresiones del hombre de Cortijo Nuevo.
No pudo
por menos el caminante que dar la razón a ambos y comprometerse internamente a
ponerlo en papel algún día mientras, cabeza gacha y sin reparar en más devoraba
las casi dos leguas que le restaban hasta su vehículo.
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