Cartografía
de 1900 (IDE Andalucía)
El Caminante ha repuesto fuerzas en el hotel del Vadillo. El hotel del
Vadillo es un hotel muy recomendable. La señora que, junto a sus hijos, regenta
el hotel desde los años setenta lo hace con mano firme y amable y trata
adecuadamente tanto las necesidades de la mente como las del estómago. La
señora trató especialmente bien al caminante preparándole un copioso y sabroso
desayuno y las provisiones necesarias para acometer la dureza de la jornada que
se iniciaba en los caños de la fuente rellenando la cantimplora.
Situado
al lado de la carretera que sube al puerto de Tíscar y a menos de un kilómetro
del santuario, en la vertiente este de la mole del Caballo, en la orilla
derecha del río Tíscar, en un frondoso paraje de chopos, almeces y moreras,
destaca especialmente por la impresionante Fuente del Vadillo. La Fuente del
Vadillo es una fuente de tres caños por los que manan unos copiosos chorros de
agua carbonatada muy recomendable para el tratamiento de varias enfermedades,
especialmente renales que, tras caer al pilón, vierte sus aguas al río Tíscar,
que más abajo se despeñará en la Cueva del Agua. También la fuente agradece la
abundancia de nieves y lluvias y se manifiesta en todo su esplendor. Es
frecuente ver en el paraje personas llenando recipientes de agua para consumo
propio.
Tiene
el Vadillo una fuente
con
tres caños de agua.
De
uno salen plegarias,
y
de otro añoranzas.
Y
el tercero que rebosa,
rezos
de amor y gracias
para
la Virgen de Tíscar
que
se refleja en sus aguas.
(Pablo
Vargas)
Según
los vecinos de la zona, prospecciones que se están haciendo arriba en el
puerto, sobre el acuífero del que se alimenta la fuente,
pueden poner en peligro, especialmente en épocas de pocas nieves y lluvias, el
caudal y subsistencia de la misma, utilizada desde hace siglos para el riego
agrícola de las pedanías de San Pedro y Belerda y uso doméstico. Puede haber un
serio peligro de desaparición del manantial. Doctores tiene la Iglesia.
El
caminante, una vez dada cuenta del desayuno, repostado y en perfectas
condiciones físicas, quiere encaramarse al puerto de Tíscar, tres kilómetros
más arriba. El caminante siempre que pueda transitar por senderos o caminos,
evitará las carreteras y en este caso le viene al pelo la vereda del Vadillo
que baja desde el mismo puerto hasta el santuario de la virgen de Tíscar y que
fue muy transitada en tiempos de conquistas y reconquistas.
El día
está nublado y fresco y penachos de nubes ciñen las crestas de los picos
cercanos. La temperatura a esas horas de la mañana no debe sobrepasar los diez
grados centígrados. Discurre el camino por un paraje rico en olivar y con
frondosos bosques de pinos en las laderas de los cerros de Las Carboneras y del
Madroñal a la izquierda, a la derecha la Pedriza, al pie de la abrupta Cuerda
de la Calera y, siempre presente, la impresionante mole de la loma del Rayal,
con sus 1.834 metros de altura en cuyas faldas nacen los ríos Estremera, Tíscar
y Guadalquivir, éste en su vertiente norte, en la Cañada de las Fuentes.
La
vereda recorta en un cincuenta por ciento los cinco kilómetros que separan por
carretera al hotel de la cima del puerto y, pese a su exigente pendiente, pone
al caminante en poco más de medio hora en la cima del puerto de Tíscar, a 1.189
metros sobre el nivel del mar como reza el letrero que lo identifica.
En el
mismo puerto la Fuente de Las Carboneras, siempre generosa, entregando sus
aguas sobrantes a los regatos; el Cortijo de los Villares; a la izquierda al
pie del Cerro del Madroñal, los dos refugios; a la derecha la torre de la
Atalaya del Infante Don Enrique, guardiana del puerto.
Por
estos puertos debió vagar ufano, en vida, el que a la postre sería héroe y
protagonista de la toma del castillo de Tíscar, el valeroso
Pedro Hidalgo, después llamado Pedro Diez y seguramente su espíritu mora para
la eternidad en la torre de la Atalaya, que de robusta y misteriosa se presta a
ello.
“Avia un noble escudero de el auito de los que traya
el Maestre Don Garcilópez de Padilla el cual Se llamava Pedro Hidalgo, era
valerosisimo, aunque muy pequeño de cuerpo, este Subió Solo una noche. Sin ser
sentido y estando en lo alto mató los diez moros. Conque los Christianos
Seapoderaron dela Peña, y otro día los Moros entregaron la villa y el Castillo,
y porque esta haçaña fue de noche le dio el Rey Por armas Vn lucero de oro en
campo açul, y Sus descendientes unos siguieron el apellido de hidalgo y otros
el de Diez por el número 10 de los moros que mató, variando sus armas”.
Construida
entre finales del siglo XIII y primeros del XIV, la Torre de la Atalaya del
Infante Don Enrique, también llamada Torre de las Ahumadas, es una construcción
circular, maciza, sólida, de unos once metros de altura y muros que, en su
base, pueden alcanzar el metro y medio de grosor. Se accede por una puerta
situada a cierta altura a la que se llega por una estructura metálica puesta al
efecto. Sendos escudos de armas, uno encima de otro, presiden el acceso a la
torre. Uno de ellos, el del Infante Don Enrique, en buen estado y legible; el
otro, casi borrado e ilegible, podría ser el de Fernando IV, aunque no se puede
asegurar.
Plantó
la torre altiva un viejo infante
gloria
y espanto de su tiempo rudo
que
un mal amor purgó con vida errante.
Yo
te tomo, atalaya, por mi escudo,
que,
como tú, mi corazón amante,
espera
firme, impenetrable, mudo.
Ya en el interior una escalera permite el acceso a la parte superior
desde la que se divisan, en días claros, los pueblos e Torreperogil, Úbeda,
Baeza, Iznatoraf, Villacarrillo y Santo Tomé. Además, los castillos de Tíscar y
Quesada, los llanos de Pozo Alcón, Sierra Nevada y los valles de los ríos
Majuela, Béjar y Estremera. Aparte de los elevados picos que la rodean, el
Rayal, el Picón del Guante y Cerro Villalta, rayando todos los dos mil metros
de altura.
En
la roca del puerto, descarnada,
que
el viento azota en bárbara porfía,
alza
su mole, recta, escueta y fría,
este
recuerdo de una edad parada.
La
fábrica, imponente y reservada,
mantiénese
perfecta, y le diría
que
aún en su almena un centinela espía
el
castillo del moro, en la Cañada.
Plantó
la torre altiva un viejo Infante, gloria y espanto de su tiempo rudo,
que
un mal amor purgó con vida errante.
Yo
te tomo, atalaya, por mi escudo,
que,
como tú, mi corazón amante,
espera
firme, impenetrable, mudo.
(Rafael
Láynez Alcalá)
El
caminante, que se encaramó a su bóveda y permaneció en ella un buen rato,
disfrutó de momentos de auténtico recogimiento ayudado por la majestuosidad del
paisaje y por el silencio apenas interrumpido por algún vehículo que, en una
dirección u otra, coronaba el puerto.
No
extrañaría al caminante que el alma de Don Pedro Hidalgo, más tarde llamado
Diez, morara aún en aquella torre, tal vez asediado por las almas de los diez
moros que mató y los cuatro mil quinientos que envió al exilio
en aquella terrible noche de 1319 en lo alto de la Peña Negra.
Vuelve
nuevamente el caminante a la carretera, hacia la Fuente de las Carboneras donde
rellena su cantimplora de agua. El agua de la Fuente de las Carboneras es un
agua saludable y recia, como con cuerpo. Es una verdadera delicia saborearla y
contemplar su constante manar.
El día,
que empezó fresco y nublo, va aclarándose y el sol va tomando protagonismo. El
caminante, emprende la marcha carretera abajo en dirección al pueblo de Quesada
que está a unos ocho kilómetros, a pie de puerto en una pronunciada pendiente
descendente que se transita rápido. El caminante no quiere, de momento,
acercarse a Quesada, el caminante quiere ir en busca del mítico y a la vez
desconocido puerto Ausín para, a través de él, regresar a Huesa.
Tiempos
atrás el Puerto de Tíscar era conocido, erróneamente, con el nombre de Puerto
Ausín. Realmente Puerto Ausín está al pie del Cerro de Vitar, en los collados
del mismo nombre, tres kilómetros más abajo del de Tíscar. Posiblemente fuera
una vía de comunicación importante para el acceso al Santuario de Tíscar y a la
zona, de las pedanías quesadeñas de Collejares, Cortijuelo o El Salón e incluso
de poblaciones como Larva o Jódar. Actualmente está en desuso para tal efecto y
sólo se utiliza para el acceso desde las pedanías y cortijadas existentes a lo
largo de la carretera de Quesada a Huesa a las fincas de la zona o al Cortijo
de la Mesa.
La
carretera, siempre descendente, continúa ceñida, a la izquierda del caminante,
a la falda de los picos con profusos bosques de pinos y encinas. A la derecha
se ofrece, en todas las direcciones, la visión de unos profundos horizontes
plagados de olivares que se alternan con frondosos pinares que van perdiendo
importancia a medida que se desciende. Las altas cuerdas de la Sierra de
Cazorla, allí en todo su esplendor, enmarcan el mar de olivos que intenta
trepar hacia sus cumbres. Cortijos como Los Villares, Pedro García, Palomeque,
del Roto, Morillos o Fique se erigen en atalayas vigilantes de
la cohesión del olivar. Al fondo Quesada, encaramada en su cerro, más al fondo
millones de olivas se ofrecen al caminante allá por las lomas de Peal,
Torreperogil, Úbeda o Villacarrillo, justificando la importancia del olivar
como mayor monocultivo de Europa y de la provincia de Jaén como mayor
productora mundial de aceite, con casi el cincuenta por ciento de la producción
nacional. El curso del río Extremera, que se descuelga del Rayal, divide el
valle y perfila el terreno.
Hace
todavía algo de fresco y se camina a gusto. Por la carretera, de vez en cuando
pasa algún vehículo en sentido ascendente o descendente obligando en ocasiones,
debido a la estrechez de la misma, a ceñirse al caminante a su izquierda a fin
de evitar males mayores. Apenas medio kilómetro más abajo del puerto el
caminante da alcance a un hombre que, a juzgar por el color de su vestimenta,
debe ser el que el caminante vio descender desde el refugio cuando estaba
encaramado en la Atalaya del Infante Don Enrique.
El
hombre, que iba distraídamente, con la cabeza erguida y la mirada en el
horizonte, percibe la cercanía del caminante, vuelve la cabeza y se detiene. El
caminante, que ha hecho promesa de profundizar en el alma de las gentes del
camino, se empareja con el hombre. Es un hombre algo mayor que el caminante, de
unos cincuenta años y, prácticamente, de la misma estatura. Tiene el rostro
curtido por el sol debido, seguramente, a su trabajo al aire libre.
—Buenos
días.
—Y
fresquitos.
—Era
usted quien bajaba del refugio, ¿verdad?
—Sí, ¿y
usted el que estaba en la atalaya?
—Pues
sí, la verdad es que no podría ser de otra manera, pues poca gente hay por aquí
que vaya a pie.
Se
detienen ambos y se sientan en la cuneta de la carretera. El caminante invita a
un trago de su cantimplora. El hombre saca un paquete de tabaco y ofrece un
pitillo.
—No,
gracias, hace mucho tiempo que lo dejé.
—Pues
ya me gustaría a mí dejarlo, pero no hay manera por más que lo intento.
El
hombre enciende el pitillo y succiona con cierto deleite, después tiende la
mano al caminante y se presenta. El caminante corresponde. Como dijo aquél, la
cortesía es como el aire de los neumáticos: no cuesta nada y hace más
confortable el viaje.
—¿Hacia
dónde va? — Pregunta el caminante.
—Voy a
Quesada, ¿y usted?
—Pues,
mire usted, yo voy y vengo. He hecho noche en el hotel del Vadillo y quiero
acercarme a Huesa por Puerto Ausín.
—¿Puerto
Ausín? No me suena ningún puerto con ese nombre por aquí. Los únicos que me
suenan son el de Tíscar, del que venimos, y el de Huesa, un poco más abajo,
pero no transitable para vehículos normales.
—Pues
sí, existe puerto Ausín. Es un puerto que antiguamente se utilizaba para unir
la parte sur del Adelantamiento de Cazorla con el santuario de Tíscar.
Actualmente está en desuso y dudo que tenga algún tipo de conexión con esta
carretera. Presumiblemente habrá que buscar el enlace o, si no, campo a través.
El
hombre, que dijo llamarse como el caminante y ser Ingeniero de Obras Públicas,
había subido el día anterior al puerto junto con dos compañeros más, a vigilar
unas prospecciones acuíferas que su empresa estaba realizando un poco más arriba.
Sus compañeros se marcharon el mismo día y como él tenía el día siguiente libre
había preferido quedarse a dormir en el refugio y albergue del puerto y hacer
los ocho kilómetros del camino de vuelta a Quesada a pie.
—Pues
es la primera vez que oigo hablar de ese puerto que usted menciona. Hay muchas
cosas que uno no sabe y ésa debe ser una de ellas, en cualquier caso, nunca te
acostarás sin saber algo nuevo.
—Así es, debe estar unos kilómetros más abajo y coincidir con el
Collado de Vitar, al pie del cerro del mismo nombre, por lo que no será difícil
dar con él.
—Si
usted lo dice, así debe ser. Y…. ¿cómo es eso de que va y viene? ¿Va usted
siempre solo? ¿Es usted escritor?
—No, le
aseguro que no soy escritor y no, no voy siempre solo, aunque convendrá conmigo
que ir solo a veces es el mejor sistema para familiarizarse uno consigo mismo,
es la mejor manera de perderse y reencontrarse al mismo tiempo. En este caso es
solo que disponía de tiempo y he decidido hacer unas rutas por esta zona más al
sur de la Sierra de Cazorla, soy de por aquí… ¿Y usted, es de por aquí también?
Por su forma de hablar deduzco que no lo es, pero nunca se sabe.
—No,
soy manchego, de Albacete, estoy alojado de momento en Quesada, pero no será
por mucho tiempo, hasta que acabemos con las prospecciones y emitamos el
informe oportuno. Después iré donde la empresa me quiera mandar, que para eso
estamos.
—Pues
alabo su decisión de emprender el camino de regreso a pie, parece un descenso
agradable y poco exigente, otra cosa sería la subida.
—Ya le
digo –sentenció el ingeniero.
A
medida que la carretera desciende las retamas y los bosques de encinas y
pinares que jalonan las faldas de la sierra que franquea la carretera por la
izquierda van dejando paso a los olivares, que escoltan a los caminantes por
ambos lados. Las olivas se ven frondosas y agradecidas tanto por la propia
humedad del suelo como por los abrazos húmedos que las nubes suelen dar a la
vegetación a esas alturas. Siempre presentes, al fondo las extensas hazas
olivareras de Peal, Torreperogil y Úbeda, el Rayal y los altos picos que
enmarcan los valles más recónditos de la Sierra de Cazorla.
—Tienen
ustedes, los de aquí, el privilegio de poseer unos de los bienes más preciados
que puedan desearse, al menos bajo el punto de vista de un humilde manchego.
—Por
supuesto que sí. No sé si serán conscientes de ello.
—Créame
que sí. Es lo que realmente define a estas comarcas jiennenses y, como puede
apreciar por el amor con que se les trata, los agricultores lo saben. En estos
últimos tiempos parece haberse producido una mayor concienciación por su parte
y se han introducido sistemas de regadío, de recolección, producción y
comercialización que están dando sus frutos. No ha mucho la mayor parte de la
producción era vendida por las cooperativas a los italianos y comercializadas
por estos como producción propia a precios desorbitados. Ahora hay distintas
denominaciones de origen y se comercializa directamente desde las cooperativas,
con sus propias marcas. La labor de las cooperativas es determinante en todo
este proceso.
El
caminante, que dentro de sí lleva permanentemente ese gusanillo, se despachó a
gusto y encontró al receptor idóneo en su acompañante, sensible también a estos
temas.
—La
verdad es que pese a ser un tema recurrente por estas tierras, no es menos real
y cierto. En conversaciones de barra he sido testigo de la inquietud de los
productores de crear un producto diferente y al parecer se dan las
circunstancias. Según tengo entendido un diez por ciento del olivar es de la
variedad “royal” que, pese a tener un rendimiento un cincuenta por ciento menos
que la “picual” que es dominante en la comarca, produce un aceite de excelente
calidad que podría competir con los mejores tanto en calidad como en precio. Es
una variedad que, según dicen, se da en tierras por encima de los novecientos
metros de altura, y que, por mor de la orografía, debe ser recolectada por
sistemas tradicionales. También es la primera que se obtiene y se pone en el
mercado. Así que, como dicen, las circunstancias se dan.
—¡Diga
usted que sí! –no pudo por menos que exclamar el caminante, totalmente de
acuerdo con su interlocutor.
Un gran
número de buitres leonados, seguramente procedentes de la cercana buitrera de
El Chorro, trazan en las alturas su incesante danza circular.
Una pareja de águila real, orgullosas ellas como corresponde a su patricia
estirpe, marcan territorio sobre el plebeyo buitre y buscan su sustento
sobrevolando los riscos de Los Corralicos. El sol, aunque no molesta, ha ido
ganando terreno a las nubes y el día se presenta ya totalmente claro, aunque no
caluroso.
El
caminante y compaña se detienen sobre el puente que salva el barranco Alcón y,
como corresponde a gente civilizada que ha compartido un buen trecho de camino,
se despiden “hasta que el destino propicie un nuevo encuentro” y se desean lo
mejor.
El
caminante ve perderse cuesta abajo a su eventual compañero de travesía con
cierta pena pues le ha sabido a poco su agradable charla y compañía. El
caminante está convencido que una de las cosas más bonitas que se pueden
encontrar en el camino es la amabilidad de la gente. El homónimo Ingeniero de
Obras Públicas, natural de Albacete, no cabe duda, es un señor amable además de
erudito y solidario con los problemas de las gentes y sus tierras.
A la
izquierda, a la salida del puente, el caminante coge un senderillo que bordea
las últimas olivas que casi se abrazan a la roca y que le ve a dejar al mismo
pie del Cerro de Vitar, en su collado, donde confluyen dos carriles
perfectamente visibles, uno que sale dirección oeste hacia la aldea de Los
Rosales y otros cortijos cercanos y otro, el que interesa al caminante, que se
dirige hacia el sur, hacia el Cortijo de la Mesa. En este mismo cerro, a
mediados de los años ochenta, se descubrió el Abrigo del Cerro Vitar, la Cueva
del Encajero y sus interesantes manifestaciones de arte rupestre, que no se
conservan en buen estado debido a la dejadez y a los fuegos encendidos por los
pastores a lo largo de los años que han cubierto de negro gran parte de las
pinturas, por otra parte, bastante visibles. Esta zona es, al parecer, rica en
yacimientos prehistóricos como se acredita con otros descubrimientos como,
parte de los mencionados, la Cueva de la Hiedra, Cueva Cabrera, Abrigo de
Manolo Vallejo, Vadillo, Arroyo de Tíscar, Cueva de Clarillo, Cueva del Reloj y
otros más, descubiertos en los años 90 y todos aconsejables y
fáciles de encontrar y visitar la mayor parte.
Un par
de kilómetros más abajo y a casi mil metros de altura, entre la vertiente norte
del Cerro de Vitar y el Cerro de Magdalena, está el Puerto de Huesa. Situado en
el antiguo camino de Quesada a Huesa, fue vía normal y usual de comunicación
entre ambas localidades hasta la construcción de la actual carretera que lo
dejó en desuso y quedó para usos agrícolas, como suele ocurrir en estos casos
pese a que la distancia entre ambos pueblos sea sensiblemente menor a través
del puerto que por el nuevo trazado. El caminante no descarta hacer ese
itinerario en un futuro, pero en este caso qui-so descubrir el de Puerto Ausín,
el Portus Agoçino de los romanos.
Se
encuentra el caminante en un altiplano, a más de mil metros de altitud, que
permite una visión panorámica sobre los cuatro puntos cardinales que no por
repetida deja de impresionar. Sobre todo, destaca la fértil depresión del
Guadiana Menor, visto en perspectiva de varios kilómetros de su cuenca, hasta
casi su desembocadura en el Guadalquivir. Al oeste las localidades de Larva,
Cabra del Santo Cristo, Bedmar y Jódar; un poco más a la derecha y al frente
Baeza, Úbeda, Torreperogil y Sabiote; omnipresentes las sierras de Cazorla y
Mágina, todavía con neveros en sus cumbres. Algunas otras poblaciones son
visibles desde esta privilegiada atalaya, pero el caminante no se atreve a
ponerles nombre y corre el riesgo de confundirlas con otras.
Desde
el Collado de Vitar un camino de apenas tres kilómetros lleva directamente al
Cortijo de la Mesa, llamado también en otros tiempos de la Matanza. El
silencio, absoluto, y la sensación de soledad causan una sensación placentera.
Como vigilantes del entorno los buitres siguen trazando sus monótonas
coreografías circulares aprovechando las brisas primaverales.
El
camino discurre casi en línea recta por un llano de unos seiscientos metros en
su parte más ancha delimitado, por su parte este por los picos de la cuerda de
Los Corralicos y por su parte oeste por los cortados de más de
doscientos metros que se precipitan hacia la Cañada de Vitar y Los Rosales.
Hazas de olivas que se alternan con otras de pinos ocupan la casi totalidad del
altiplano hasta llegar al cortijo que está totalmente en ruinas, así como los
trazados de lo que debieron ser en su día corralones para el ganado. Desde esta
altura se contempla en casi su totalidad el término municipal de Huesa con su
feraz olivar colonizando escarpadas laderas, cerros, valles y oteros, así como
su núcleo urbano que poco a poco se va expandiendo hacia la carretera de Úbeda
y Pozo Alcón ganando terreno urbano al olivar y que parece dormir la monotonía
de un día cualquiera, sólo apreciable el movimiento de algún que otro vehículo
que entra o sale. En un alcor el cementerio, donde descansan en paz los restos
de los hueseños que grano a grano, gota a gota, piedra a piedra, pusieron los
cimientos de lo que hoy es el pueblo, varios de ellos familiares del caminante.
A pocos
metros del caminante levanta su vuelo un bando de palomas silvestres zuranas.
Por estas tierras jiennenses, sin entrar en más detalles, a toda paloma que no
sea doméstica se le llama torcaz y constituían verdadera plaga en la época de
la trilla, aba-lanzándose en bandada sobre las eras cuando el grano empezaba a
separarse de la paja.
Los
campos aparentan estar bien cuidados, los sembrados verdean y un sinfín de
florecillas silvestres aportan su colorido al paisaje, el azul de la flor del
cardo, el rosa de la flor de la jara, el multicolor del brezo, el amarillo del
piorno y la retama, el blanco de la margarita silvestre y del majuelo y, en
fin, todos aquellos que componen el espectro cromático que la sabia naturaleza
pone a nuestra disposición con el encargo de preservarlo.
El día
está completamente despejado y los horizontes son kilo-métricos. Sopla una
ligera brisa del norte cuyo frescor se acentúa con la altura y no viene mal
guarecerse de ella al amparo de una pared semiderruida para reposar un poco,
hidratarse y renovar energías.
Al lado mismo del cortijo, un regato de agua da origen a lo que será la
Rambla de la Matanza cuyo cauce, erosionado por el correr del tiempo y el agua,
se ve en su totalidad desde el privilegiado otero hasta su unión con el Arroyo
de las Cerradillas y que se despeña, pendiente abajo, hacia las cerradas de La
Veleta y, ya más reposada, hacia el Cortijo de Caniles, formando en su camino
pozas de gran belleza, alguna de cierta profundidad.
El
caminante, que para el descenso tiene ante sí unas más que pronunciadas
pendientes, debe elegir entre varias opciones. Descartados por su peligrosidad
los cortados que se asoman a la aldea de Los Rosales, el caminante, campo a
través y loma adelante, inicia el descenso zigzagueando hacia la carretera de
Quesada. Al fondo, en el valle, a la orilla derecha del Guadiana Menor las
aldeas de El Cerrillo y Collejares, en la otra orilla El Cortijuelo, aldeas
estas que serán motivo de visita en su momento por el caminante. Más cerca,
casi a tiro de piedra, los cortijos de Caniles, de Romualdo y de Facundo en
alguno de los cuales se veían gentes y máquinas trabajando.
El
caminante alcanza la carretera a la altura de la gravera de San Rafael que, de
voraz y a fuerza de bocados, a buen seguro acabará engullendo parte de la
sierra si no la totalidad. Unos centenares de metros más arriba, en dirección a
Quesada, la aldea de Los Rosales, pedanía perteneciente a Quesada, a diez
kilómetros de ésta y a cuatro de Huesa y que quizás por estar más cerca de
Huesa sus apenas setenta habitantes tengan más querencia y vínculos con la
vecina localidad como se demuestra por la gran afluencia de hueseños en las
fiestas patronales de la aldea.
En la
pedanía de Los Rosales se intercambian armoniosamente, en un bello paisaje,
olivares y sierra. Varias casas, algunas de buen porte y de un blanco
inmaculado, jalonan la carretera a ambos lados. De entre todas destaca la
ermita de San José en cuya recoleta plaza y aledaños tienen lugar las fiestas
de la pedanía.
Deja el
caminante la pedanía ya camino de regreso a Huesa. A un kilómetro de la misma,
antes de pasar el puente sobre la Rambla de la Matanza, la
cortijada de Caniles, llamada también Los Camilos por los habitantes de la
zona, con su pequeña capilla dedicada a la Virgen de Tíscar. Comparte Huesa
devoción mariana entre la Virgen de la Cabeza, patrona de la localidad, y la
Virgen de Tíscar, patrona de Quesada y muy venerada también en el pueblo de
Huesa. El primer domingo de junio tiene lugar la llamada Romería de Caniles en
honor de la Virgen de Tíscar, que es procesionada hasta el pueblo de Huesa
acompañada por una gran multitud de personas que, previamente, ha disfrutado de
un festivo y campestre día.
Carretera
adelante, a la derecha del caminante, un camino de tierra en no muy buen estado
y casi desaparecido lo lleva a Los Cortijillos, en el margen derecho de la
rambla. Los Cortijillos están en la actualidad abandonados, se trata de un
grupo de casas en ruinas convertidas en un enorme palomar donde estas
prolíficas aves campan a sus anchas. Situado al noroeste del pueblo, tiempo
atrás era casi una pedanía más, con todas sus casas habitadas. Alguna está en
proceso de restauración, con estilos y materiales muy alejados de lo que fueron
y con aspecto de ser dedicadas a uso agrícola.
Cae la
tarde y el caminante, ya cansado por la larga jornada emprende el regreso al
pueblo por la carretera de Quesada. Grandes hazas de olivar pertenecientes a la
finca El Llano se extienden a ambos lados de la misma. Es la finca más grande
del municipio llegando a tener almazara propia.
El
caminante se detiene ante la puerta de entrada de la que siempre se ha llamado
“La casa del Llano”, es, sin duda, la casa más majestuosa del pueblo, con
bonitos jardines y con su aire de palacete al que los altos muros que rodean la
finca unido al comportamiento un tanto huraño de sus moradores conferían un
cierto aire de misterio y hermetismo que la hacían objeto de deseo de
profanación por parte de la chiquillada.
La casa
está situada al final de la calle Juan Jiménez y fue construida precisamente
por este señor, bisabuelo de los actuales propietarios, que
adquirió la finca a principios de siglo. Este granadino fue un gran benefactor
del pueblo, cediendo gran cantidad de terrenos de su propiedad al ayuntamiento
para la construcción de la propia calle y de otras edificaciones como el
cuartel de la Guardia Civil, así como generador de empleo para gran parte de
los jornaleros del pueblo. En compensación por tales beneficios el Ayuntamiento
puso, en justa reciprocidad, su nombre a la que hoy es una de las calles más
transitadas del pueblo y salida obligatoria hacia la localidad de Quesada.
El
caminante, absorto en la contemplación, no puede menos que retrotraerse a otras
épocas, otros tiempos, más cercanos a la España de posguerra y establecer
comparación con éstos, postreros del siglo XX, y entrar en conflicto con el
propio Manrique por aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Vuelve
el caminante de su ensoñación para hacer repaso de lo acontecido durante la
jornada. Ha disfrutado de la soledad y el misterio de la Atalaya del Infante,
ha sido grata la compañía de su amigo y homónimo ingeniero de Albacete, ha
cumplido un viejo deseo de descubrir Puerto Ausín y visitar La Mesa, que
siempre le pareció lejana, misteriosa, aunque lo haya hecho en contrasentido de
las indicaciones de su amigo Manolo, el pastor, convirtiendo en descenso lo que
debía ser ascenso y dirección única lo que debía ser ida y vuelta. El
caminante, satisfecho, decide retirarse a sus cuarteles de primavera y cumplir
con sus compromisos, que lo están esperando, y con el sagrado sacramento de “la
liga”. Mañana será otro día.

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