Cartografía de 1900 (IDE Andalucía)
El caminante ha
dormido cumplidamente y se ha despertado temprano, ha hecho sus abluciones y
preparado sus bártulos, despachándose a continuación un más que generoso
desayuno. El caminante se encuentra pletórico y en forma. El caminante no
quiere hacer etapas ni muy cortas ni muy largas. Dicen los expertos que el
secreto de un buen camino es este, caminar durante una hora y media, más o
menos, y hacer descansos de lo que más o menos pida el cuerpo y así hasta el
final. Entienden los expertos que veinte o veinticinco kilómetros al día es un
buen ritmo de marcha. Después, la realidad manda sobre los propósitos y estos
salen o no.
Con el discurrir de los días y
de los kilómetros los pies de los caminantes se convierten en brújulas, alma y
corazón de los mismos. A partir de ahí la mente vuela libre, se camina a gusto
y los pies eligen libremente el mejor camino a tomar. La caminante fía
totalmente sus instintos a los suyos y se deja llevar.
La mañana primaveral es
agradable y fresca, cosa que es de agradecer cuando queda mucho camino por
andar. El año ha sido pródigo en lluvias y nieves y eso se nota en el ambiente,
en la abundante vegetación, en el sano verdor de los árboles, en la alegría
saltarina de los riachuelos y arroyos.
Al caminante, temprano, lo han
dejado en la carretera C—323 a la altura del kilómetro 58 de donde sale un
camino en dirección norte que, en poco más de media hora, lo lleva a la aldea
de Cuenca y por el que tendrá que regresar luego para continuar su andadura. El
camino, en no muy buenas condiciones, serpentea cuesta arriba, en busca del río
Turrillas donde se suaviza un poco.
El caminante, en su segunda
jornada, llega a la aldea de Cuenca como parte de un periplo que lo va a llevar
a lo que es el objeto de esta narración: recorrer los caminos el río Guadiana
Menor jiennense y sus sitios través de sus caminos, carreteras, trochas y
cualquier vía que permita acceder a lo más relevante del mismo. El caminante
quiere, también, visitar sus asentamientos, encaramarse a sus
cumbres, hablar con sus gentes y, en definitiva, empaparse de todo aquello que
enriquezca su espíritu y conocimiento que, para eso sirven estos ejercicios de
confrontación personal.
Es Cuenca aldea perteneciente al
término municipal de Hinojares, lo fue de Quesada desde 1257 hasta 1690 en que
pasó a serlo de Hinojares al alcanzar esta su independencia de Pozo Alcón, de
quien era pedanía. Manías y cosas de la historia en las que el viajero no
quiere, y no sabe, entrar y se limita a citar.
Un grupo de casas medio
destartaladas y medio en ruinas algunas, recibe al caminante en la aldea donde
destaca el manantial de las Siete Fuentes que recibe su nombre del paraje en el
que se ubica. Es un manantial de agua fresca y cristalina que conforma lo que
será el río Turrillas, aunque sea el Arroyo de las Palomas, que nace al amparo
del pico Cabañas, donde reinan el águila, el jabalí, el corzo y el madroño el
auténtico padre del Turrillas. Este río tiene a bien regalarnos, cuando las
lluvias son abundantes, un auténtico espectáculo que se manifiesta en la
Cascada de la Vina-tera, que se despeña por un impresionante tajo desde una
altura considerable. Al decir de los lugareños el caudal del “reventón”
determina la abundancia y calidad de las cosechas. El caminante no ha podido
verificar este extremo, sólo puede certificar la belleza de la tal cascada,
hecho del que fue testigo en alguna ocasión.
Con apenas veinte habitantes y a
unos novecientos metros de altitud, se asienta en las faldas del cerro de Cuenca,
sin saber el caminante quién puso nombre a quien. Como cualquier aldea serrana
que se precie tiene también su lavadero, de frías y cristalinas aguas. Tiene
también unos destartalados restos de un castillo árabe en el cerro de la
Salina, hacia el levante, en la cima de un promontorio con, al menos, cuatro
torres, dicen los libros que tenía. La Piedra del Reloj, también hacia el
levante y encaramada en un alto traza y propone, con sus tres escalones, un
juego de sombras que permite a los del lugar seguir el curso de las horas.
—Oiga… ¿Y usted sabe leer la
hora en la Piedra?
—Nada, nada. Usted perdone.
El caminante desanda el camino
andado y ya de vuelta de la aldea de Cuenca hacia Hinojares, al frente, hacia
el sur, disfruta de una vista impresionante. La Sierra de Baza, en primer
término, hacia el sureste, con su penacho de nieve primaveral. A su derecha,
como en segundo término, la Alpujarra almeriense, el puerto de La Ragua y
Sierra Nevada, todas con abundante nieve que refleja violetamente los rayos del
sol acrecentado por un día exento de nubes. Más a la derecha, hacia el oeste,
la Peña Cambrón, Sierra Mágina, nombre que el caminante no sabe bien si es por
magna o mágica, con el Aznaitín, con su geometría particular, desafiante
siempre. Afortunadamente todos estos sistemas amparados bajo la protección de
parques naturales, al igual que el que está atravesando el caminante en este
periplo.
Aznaitín relampaguea:
es la piedra donde afilan
sus cuchillos las tormentas.
Más o menos a una legua de
Cuenca y en camino siempre descendente se encuentra el municipio de Hinojares.
En su inicio el camino va paralelo al río Turrillas, que se muestra contento,
saltarín y generoso con unas veguillas de olivas que se ciñen a su cauce. Al
poco el camino se despide del río y hace un giro hacia el oeste. El caminante
volverá a encontrarse al río nuevamente en Hinojares.
El caminante siempre que se
refiera al árbol por excelencia de estas tierras, lo referirá en femenino.
Desde su infancia lo vivió así. Se conoce que, al igual que la gente que vive
del mar utiliza el femenino para referirse a él, por estas tierras ocurre lo
mismo. Debe ser una cuestión de agradecimiento para lo que ayuda a subsistir.
A medio camino y pese a lo
temprano del día el caminante ve venir de frente a un grupo de jóvenes
excursionistas.
—Buenos días, depende de dónde
vayáis.
—Perdone, es verdad. Hemos
salido de Pozo Alcón esta mañana al amanecer y queremos acercarnos a Cuenca
para almorzar, visitar la aldea, el nacimiento del río y pasar la mañana allí.
Una muchacha de unos diecisiete
a dieciocho años es la que se dirige al caminante. La muchacha es de pelo
castaño y bastante agraciada. El resto, otra muchacha más y dos muchachos casi
de la misma edad, la miran con cierto signo de arrobo. Van ataviados con ropa
moderna y apta para la circunstancia. Al parecer no sólo lleva la voz cantante
del grupo, sino que además parece disponer de la autoridad suficiente para
hablar en nombre de todos.
—Nada, no falta casi nada. Dos
kilómetros más o menos hacia arriba y llegaréis.
—Muchas gracias, ¿hacia dónde va
usted?
—Voy a acercarme a Hinojares y
luego a seguir mi ruta.
—¿Va usted a pie?
—Sí. Un servidor casi siempre
procura ir a pie, especialmente cuando no tiene prisa.
—Es usted de por aquí, ¿verdad?
—Sí, soy de por aquí.
—Se lo he notado en el habla.
Nosotros somos de Pozo Alcón. Pues nada, que tenga un buen día.
—Igualmente.
El caminante se sintió
importante en lo que era su primera acción del día al saber dar la orientación
que se le solicitó. Al caminante siempre le agrada charlar con gente joven y
más cuando se muestran educados.
Un kilómetro más abajo el
caminante se cruza, en sentido contrario, un hombre de unos cuarenta años
montado en una mula torda, de amplia grupa y gruesas patas. El hombre va bien
abrigado con una gruesa cazadora y pantalones de pana.
—Buenos días.
El caminante, que tiene bastante
imaginación, quiere imaginarse que el hombre se dirige a cualquier hato de
olivas que bordean el cauce del Turrillas, quizá a regarlas o a cavar las pozas
o quitar la hierba de las mismas. El caminante lo cree así porque ha visto esta
estampa muchas veces e, incluso, la ha vivido en primera persona en sus años de
adolescencia. No puede evitar volver la cabeza y mirar la grupa de la mula
moviéndose al compás de las orejas. El caminante cree que es una estampa en
desuso, propia de otros tiempos, aunque bonita.
El camino está en buen estado y
se anda con facilidad, ayudado por la inercia de la cuesta abajo. Al poco el
caminante se tropieza con la carretera C-323 que, hacia la derecha y a través
de un número incontable de cuestas y curvas y del puerto de Tíscar, nos
llevaría a Quesada y hacia la izquierda a Pozo Alcón. El caminante la sigue
hacia la izquierda para después, a poco más de un kilómetro, coger, hacia la
derecha, el desvío hacia Hinojares, siempre cuesta abajo.
Hinojares, “echa pan y no
pares”, dice el dicho popular. Hinojares, tierra de hinojos dice su nombre. El
caminante entra en Hinojares por el barrio de las Cuevas Nuevas, excavadas en
una ladera a mediados del siglo pasado aprovechando un momento de esplendor del
pueblo y la naturaleza del terreno. Algunas tienen fachada y parte de casa y
son muy aparentes. Otras están en peor estado. Son viviendas trogloditas muy
típicas de la provincia de Jaén y de la comarca, combinadas con parte de
vivienda edificada, de gran confortabilidad en cualquier estación del año ya
que conservan una temperatura estable y un más que aceptable aislamiento
acústico.
Este barrio está un poco
alejado, hacia el norte, de lo que es el núcleo más poblado del municipio. El
caminante sigue camino abajo, bordeado a ambos lados por hazas de olivas y, a
la derecha, por la rambla del Moro, que se une al Turrillas algo más abajo, a
la salida del pueblo, y que muestra su lecho de verdor.
El caminante
pasa en silencio y con respeto por delante de las tapias del cementerio, que
queda a su izquierda, casi a la entrada del pueblo.
Hinojares es el municipio más
pequeño de la provincia de Jaén y con el menor número de habitantes. Tiene una
superficie de apenas cuarenta y un kilómetros cuadrados y, más o menos,
seiscientos habitantes. El origen del municipio no está muy claro, aunque sí se
sabe que hasta 1648 perteneció a Quesada, después pasó a depender de Pozo Alcón
para constituirse en municipio independiente en 1690 cuando se le concedió a
Pozo Alcón el título de villa.
Los nombres de las calles de
Hinojares son muy descriptivos y naturales, así, entre otros, nos encontramos
con calle Alta, Baja, Jardines, Pendiente, Real, Calvario, Huertas, etc. Por el
contrario, casi ninguna dedicada a personajes a excepción de la Avenida de José
Antonio, que coincide con el trazado de la antigua carretera que lo unía con
Huesa y que al caminante le parece un anacronismo.
A los naturales del lugar se les
llama hinojarienses y tienen a bien presumir de su iglesia parroquial de San
Marcos, construida a finales del siglo XVII con forma de cruz latina, que
conserva en su interior un retablo renacentista. Rinden culto los hinojarienses
a San Marcos, santo patrón del pueblo cuya festividad se celebra el 25 de abril
con procesiones del santo evangelista con una torta de gran tamaño en su brazo
izquierdo, preludio de las muchas “tortas de San Marcos” que, en un acto cuyo origen
es bastante antiguo, se repartirán a vecinos y visitantes, costeadas por el
erario público. Esta tradición se mantiene también en otras localidades de la
comarca.
Es tradición en Hinojares, en la
plaza del pueblo, durante la Cuaresma y Semana Santa, representar, por los
vecinos, los llamados “Tribunales”. Se trata de una representación de teatro
sacro sobre hechos relacionados con la pasión y muerte de Jesús. También se
cantan, por las mismas fechas, especialmente el Miércoles de
Ceniza y algunos Viernes de Cuaresma, las “coplas del Vía Crucis”, cuartetas
que entroncan y emanan de la poesía popular del Siglo de Oro y que son de gran
arraigo popular.
Al caminante, que es muy
respetuoso con todo aquello que enriquezca el acervo popular le parece bien e incluso
deseable que se mantengan y potencien este tipo de tradiciones y cualquier otra
que ayude a conformar la personalidad de los pueblos.
A la derecha del caminante,
recién entrado en el núcleo urbano, queda el barrio de las Cuevas Viejas, que
sirvieron de modelo al genial pintor de la vecina Quesada, Rafael Zabaleta, a
mediados del siglo pasado y que ya fueron citadas por el Marqués de la Ensenada
hacia 1751. Más adelante, por la misma avenida, el caminante se topa con una
fuente con tres caños, con su correspondiente pilar, muy bonita y con abundante
agua, como en un rincón, a la derecha de la calle, con azulejos blancos, azules
y marrones, que da un agua muy fresca donde el caminante se refresca.
Dos ancianos de rostros ajados y
ojos amelados, recorridos por infinidad de surcos evocan, sentados al sol en el
poyo de la fuente, tiempos lejanos de mocedad que debieron ser mejores.
Una mujer entrada en años llena
un cántaro de agua. La mujer mira con ojos inquisidores al caminante. Por estas
tierras se utiliza el término poyo de forma habitual para referirse a todo
aquello que es susceptible de ser utilizado como apoyo, término aceptado por la
RAE.
—Buenos días, está agradable la
mañana.
—Diga usted que sí.
—Oiga… ¿No será usted
extranjero? — Tomó la señora la voz cantante.
—No señor, que soy español y de
no muy lejos de aquí. ¿Y eso? —No, es que como cada vez viven más extranjeros
en el pueblo. Vienen principalmente de Inglaterra.
—Pues no, no soy extranjero.
Hinojares es
pueblo de manantiales y fuentes. El caminante sentado en una terraza, a la
sombra de unos árboles en la Plaza de la Constitución, se siente como un
señorito, mira al personal, poco, que va de aquí para allá. El personal lo mira
también a él con cierta extrañeza. Es común en los pueblos pequeños alejados de
las influencias turísticas escrutar y seguir con la mirada a los extraños, a
veces desde los visillos, con la única idea, quiere pensar el caminante, de
situarlo en la familia tal o cual, en el pueblo tal o cual. El caminante,
disimula y mira para otro sitio como si la cosa no fuera con él.
El caminante se ha sentado en la
terraza del bar Segura, como reza un cartel, pide una cerveza bien fresca a un
señor que parece ser el dueño. El caminante, que ya se ha pateado casi todo el
pueblo, cosa nada difícil dado su tamaño, y después de haber visto iglesia y
ayuntamiento llega a la conclusión que lo más destacable, arquitectónicamente
hablando, del pueblo son las sencillas viviendas tradicionales que en forma de
cuevas, casas o casas cueva, conservan con gran esmero sus vecinos.
El caminante, que ya tenía un
cierto cosquilleo en el estómago, despacha con fruición la cerveza que le ponen
y agradece sobremanera la abundante tapa que con ella sirven. Sana costumbre la
de estos pueblos serranos de poner gran variedad de tapas acompañando a la
bebida y, además, por precios muy módicos. El caminante, de no haber tenido que
seguir su camino, de buen gusto se habría quedado hasta cuando fuera necesario
en el bar de la familia Segura.
—Oiga, perdone.
—Dígame usted.
—¿Cuál es el plato típico de la
zona?
—Pues no sabría decirle, aquí
hacemos de todo, incluso una paella si a usted le apetece.
—No, me refería a lo que son los
platos tradicionales, característicos de aquí.
—Bueno, ya no es
como antaño, que había cocina de subsistencia, que se sustentaba en lo que daba
la tierra y en los productos de la matanza. Hoy en día se hace lo que en todos
los sitios.
El caminante, que conoce la zona
y la comarca se imagina gachas, migas, guisos, cocidos y pucheros, platos
comunes en la mayor parte de pueblos serranos, con protagonismo de los
productos derivados del cerdo, el ajo, el aceite y los sabrosos “guízcanos” que
da la montaña. Aquí se llama “guízcanos” a los níscalos o robellones, como se
les denomina en otras tierras.
—¿Me haría el favor de
prepararme unos bocadillos para llevar?
—¡Por supuesto! ¿De qué los
quiere? Tengo de jamón, queso, chorizo, salchichón, atún y anchoas. Si quiere
también le puedo hacer algo a la plancha, usted dirá.
—Uno de jamón y otro de chorizo,
pero con abundante aceite.
—Se los preparo enseguida.
El bar de la familia Segura es
un bar atento y próspero, con muy buenas tapas, que da lo que tiene a buen
precio y que trata bien al caminante, cosa que es de agradecer dado los tiempos
que corren.
Ya en la mochila los bocadillos
hacen compañía a la bota de vino y a la cantimplora que suelen acompañar al
caminante por esos mundos de Dios. El caminante se siente reconfortado y con el
ánimo alegre por ello y se dispone a afrontar los siete kilómetros que le
separan de la aldea de Ceal que es su más inmediato destino.
Sale del pueblo por el barrio
Alto, por la carretera de Huesa. Cruza el río Turrillas, que viene de levante y
que se ensancha en una fértil y verde vega, por un puente estrecho e inicia una
ligera y serpenteante subida que le llevará, pasando por los Castellones de
Ceal, hasta la aldea de Ceal, que da nombre al yacimiento, ésta ya en término
de Huesa.
Esta carretera se construyó en
los años cincuenta sobre el antiguo camino entre Hinojares y Huesa, que pasaba
por la aldea de Ceal, y aunque es la vía más corta para acceder a Huesa, no
suele ser la más utilizada siéndolo la C-323 que, pese a hacer
muchos más kilómetros y tener que subir un puerto, está en mejor estado,
pudiendo luego desviarse hacia Belerda o continuar hasta Quesada, para llegar a
Huesa, tras superar las rampas del puerto de Tíscar, con problemas de nieve y
hielo en invierno. De todos modos, la que ahora sigue el caminante, la JV-3265
es la vía más rápida y directa para acceder a las fértiles vegas del río
Guadiana Menor.
El caminante, que la recorrió
varias veces en su adolescencia, la recuerda, como ahora, bacheada,
tercermundista e intransitable, reminiscencias de la España de posguerra que
marginaba y aislaba a la población rural, víctima del más rancio centralismo
nacional, regional y provincial.
El caminante tiene conocimiento
de la existencia de proyectos que contemplan la construcción de una carretera
más acorde con los tiempos que unirá Pozo Alcón y Huesa y que, a buen seguro,
hará pasar a mejor vida la actual quedando relegado su uso para acceder a las
tierras de laboreo próximas a ella.
La mañana primaveral está fresca
pese a que luce un sol radiante. Una suave brisa procedente de Sierra Nevada
estimula el paso alegre del caminante. Le vienen a la memoria los versos de
Lorca:
Viento del Sur,
moreno, ardiente,
llegas sobre mi carne,
trayéndome semilla
de brillantes
miradas, empapado
de azahares.
Cerros “Poveo”, “de la Venta”;
hazas de olivas, “de Padilla”, “la Dehesa”, “de la Segura”; lomas, “de Canuto”;
collados, “Aire” y algunas incipientes reforestaciones y verdeantes sembrados
de cereal vigilan y flanquean el caminar del caminante por un
paisaje arcillo-so en tonos rojos y salmón más propio de las tierras
semidesérticas de Almería de tal modo que recuerdan al caminante aquellas
localizaciones en las que se filmaban las películas del oeste que tanto
proliferaron en la España de los sesenta y setenta, en la provincia hermana, en
producciones propias y con los italianos.
El caminante echa un último
vistazo, desde la altura, a Hinojares, pueblo blanco, pueblo de contrastes,
pueblo de calles estrechas, pueblo de floridos balcones.
A la derecha del caminante
discurre el Turrillas, que más adelante, a la altura de Arroyomolinos juntará
sus aguas con el que baja del puerto de Tíscar y algunas ramblas más para
formar el río Ceal que, a la altura de dicha aldea, verterá sus aguas al
Guadiana Menor que acompaña al caminante por la izquierda casi recién nacido
como tal nombre a partir del embalse de El Negratín, aguas arriba, en la provincia
de Granada, construido en 1984 para regular las crecidas de los distintos ríos
que se funden en lo que luego será el Guadiana Menor: río Baza, río Cúllar, río
Galera, río Guardal, río Orce, río Bravatas, río Castril, río Guadalentín. Más
adelante recibirá las aguas de los ríos Fardes y Guadahortuna, sus más
importantes afluentes.
Ya había un albor de luna
en el cielo azul.
¡La luna en los espartales,
cerca de Alicún!
Redonda sobre el alcor,
y rota en las turbias aguas
del Guadiana Menor.
(Antonio Machado)
El Negratín, que toma su nombre
de la cerrada del mismo nombre, es un pantano aparente, uno de los más grandes
de Andalucía que, aparte de, como queda dicho, construirse para
regular crecidas e irrigar tierras sedientas en las que cada vez nieva y llueve
menos, tiene también su club náutico e incluso playas, algunas de ellas
naturistas.
El caminante tiene conocimiento,
y comparte en gran medida las mismas, de reivindicaciones provenientes de los
pueblos cuyos ríos nutren el pantano, que el Guadiana Menor es el verdadero
Guadalquivir atendiendo, por una parte, a la mayor longitud que habría desde la
desembocadura del río bético hasta el nacimiento del más lejano de los
tributarios que conformarán el Guadiana Menor, allá en la Cañada del Salar, en
la pedanía de Topares, perteneciente al municipio de María, en tierras de
Almería, que a la de su nacimiento actual en la Sierra de Cazorla, en término
municipal de Quesada. La amplia cuenca es la segunda en extensión de los
afluentes del Guadalquivir con una superficie de 7.319 kilómetros cuadrados y
engloba terrenos de las provincias de Granada, Jaén, Albacete, Murcia y
Almería. La primera es la del río Genil. Además de los mencionados
anteriormente, sus principales afluentes son los ríos Fardes y Guadahortuna.
Por otra parte, a la influencia histórica que este afluente tuvo en épocas
pasadas como vía de penetración de las distintas culturas desarrolladas en el
levante andaluz hacia el sur y poniente de la región, tales como la cultura
argárica desarrollada en la Edad del Bronce y otras. Asentamientos
arqueológicos de distinto tipo parecen avalar esta postura.
La propia Confederación
Hidrográfica del Guadalquivir tiene reconocido que el cauce alto del
Guadalquivir es el Guadiana Menor. El poderoso arzobispo de Toledo a raíz de la
concesión del Adelantamiento de Cazorla decidió que el Guadalquivir, por encima
de otras cuestiones y por prestigio personal, había de nacer en su
adelantamiento y así quedó la historia.
El caminante tiene para sí que
la negación actual de estas reivindicaciones tiene un carácter netamente
político debido, quizás, a la adscripción de la serranía de Cazorla a la
comandancia marítima de Sevilla y a la aportación maderera que
la serranía tuvo para la construcción de barcos en pleno esplendor de la
capital andaluza. Tampoco quiere ir más allá, uno cree que no debe meterse en
camisas que no ha de vestir.
Los arbustos, cuajados de
florecillas blancas y amarillas, ofrecen sus manjares a las abejas. Un
agradable y profundo olor rezuman los romeros y los tomillos. A lo lejos, por
la ladera de una loma, un pastor camina sin prisa detrás de su hato de cabras y
ovejas. Una docena de buitres trazan círculos en la lejanía, sobre la sierra, a
la derecha del caminante, acechando su ración diaria de sustento. El caminante
que no precisa más compañía se siente contento y entona alguna que otra
cancioncilla de esas que acompañan siempre a cualquiera y que suelen conformar
la banda sonora de su vida.
Un poco más arriba el caminante
llega a la altura de un tractor que está parado, con el motor en marcha, a la
derecha de la carretera en la dirección del caminante. Es un tractor ruidoso y
medio desvencijado provisto de artilugios para la labranza. El conductor es un
hombre de no más de cuarenta años que se protege del sol con una gorra de
visera.
—Buenos días amigo –dice el
caminante— ¿algún problema?
—Buenos días tenga usted. No,
ninguno, he parado un ratico para echar un trago. ¿Va usted muy lejos?
–Pregunta a continuación—
—Pues no sé qué decirle, a veces
uno se echa a la carretera y pierde la noción de lo que es cerca y lejos.
—Si quiere le llevo, yo voy unos
kilómetros más arriba.
El caminante agradeció internamente la oferta y
contestó educadamente al tractorista, como requería la ocasión.
—Pues muchas gracias y se lo
agradezco de corazón, pero prefiero ir caminando que el día se presta a eso.
—Como usted quiera. ¿Hace un
poco de agua fresca? Tendrá seco el gañote.
—Pues sí, algo
seco sí que lo tengo. Eso nunca se desprecia, que un trago de agua fresca
siempre viene bien. Se lo acepto encantado, muy amable.
El tractorista, como mandan las
normas de la buena educación, ofreció en primer lugar beber al caminante hasta
que estuviera saciado, para después hacerlo él. El caminante piensa que el
tractorista es un buen hombre, que el tractorista es un hombre, por lo menos,
educado.
—Y, dígame. ¿Qué le trae por
estos lares?
—Pues mire usted, –el caminante,
en buena sintonía, respondió, amable, en justa correspondencia— no me trae nada
importante en particular. A veces tiene uno tiempo de sobra y piensa que es una
buena cura para el espíritu andar caminos en soledad.
—Ya me gustaría a mí tener
tiempo para eso. Nosotros, los del campo, cuando queremos hacer cura de algo
elegimos los sitios de bullicio y diversión. Ya ve usted cómo está repartido el
mundo.
—Pues sí, –contestó el
caminante— que tenga un buen día que yo voy a seguir mi camino.
Ambrosio Sánchez Mellado (el
caminante tiene por norma no citar nombre alguno del que no haya recabado previamente
autorización para ello, de ahí que algunos de los que aparecen en sus relatos
pueden ser inventados), que así se llamaba el tractorista y el caminante se
estrecharon la mano, se despidieron y sellaron una breve amistad que no por
breve tuvo menos valor o intensidad. El caminante, como todos los caminantes,
agradece la existencia de este tipo de gentes que hacen más agradables los
caminos.
El caminante tras partir el
tractor cuesta arriba, siguió su camino. Después de varias cuestas y curvas,
una hora y media después de salir de Hinojares, un poco apartado de la
carretera, a la derecha, se topa el caminante con el promontorio donde se halla
el yacimiento íbero de los Castellones de Ceal.
Según los expertos se trata de
un asentamiento ocupado desde el siglo VII A.C. y que alcanzó su máximo
esplendor allá por el siglo IV A.C. hasta la etapa romana
republicana. Se encuentra sobre una pequeña meseta circular, coronada por unos
riscos peculiares de caliza, llamados “castellones”, que domina gran parte del valle
del río Guadiana Menor. Presumiblemente su importancia y crecimiento se debió,
en gran medida, a su posición estratégica al dominar el paso de una de las
rutas comerciales más importantes del sur de la península.
El poblado y su necrópolis se
descubrieron fortuitamente cuando, a mediados de los años 50 del siglo pasado,
se inició la construcción de la carretera que debía unir Huesa e Hinojares,
pasando por la aldea de Ceal. La riqueza de las cerámicas, joyas y restos
hallados en las excavaciones avalan la importancia que debió tener en su época
este asentamiento, frontera entre dos importantes territorios ibéricos:
Bastetanos, cuya capital, Basti, sería la actual Baza y Oretanos, cuya capital
sería la poderosa Cástulo, actual Linares.
Las primeras excavaciones
tuvieron lugar en mayo de 1955 por Doña Concepción Fernández Chicarro y Don
Antonio Blanco Freijeiro, que volvieron a excavar en septiembre de 1959. Entre
los años 1985 y 1991, se realizaron varias campañas de excavación arqueológica
dirigidas por Doña Teresa Chapa Brunet y Don Juan Pereira Sieso.
Castellones controlaría el
pasillo comercial que unía estos territorios y todo apunta a que era lugar de
servicios, para descanso, protección y alimento de las distintas caravanas de
mercaderes que utilizaban la ruta comercial más corta entre las áreas mineras
de Sierra Morena y los puertos marítimos del SE peninsular, especialmente
Cartago Nova (Cartagena). La prestación de este tipo de servicios propició el
crecimiento de una clase media bien situada y poderosos dirigentes, como
atestiguan los restos funerarios hallados con cerámicas de gran belleza y
calidad e, incluso, el hallazgo de una tumba principesca excavada en la
necrópolis.
Con la llegada de Roma y sus
métodos de desplazamiento más modernos empezó el declive del asentamiento
extinguiéndose definitivamente hacia el siglo II A.C. a causa
de una serie de incendios que motivaron la marcha hacia otros lugares de los
pocos vecinos que quedaban para no volver nunca más.
En cuanto a las actividades agrarias
del asentamiento, en las zonas bajas junto al valle se practicaba, como hoy, la
agricultura, tanto de secano como de regadío. El cultivo más importante fue el
cereal (trigo y especialmente cebada) y se ha constatado la presencia del olivo
en las últimas fases del asentamiento durante la época romana. Los habitantes
de Castellones criaban ganado ovino y caprino (también vacas, cerdos y gallinas
en menor medida), practicaban la pesca fluvial en los cursos cercanos y la caza
en los montes circundantes (ciervos, jabalíes). La ubicación de Castellones le
aseguraba unos recursos abundantes: frutos, madera, caza y pastos de verano en
las sierras cercanas, esparto y matorral en la ribera de los cursos fluviales,
tierras fértiles y, por supuesto, agua.
El caminante ni pone ni quita,
se limita a reseñar lo que los eruditos dicen acerca del asentamiento, sin
poner nada de su cosecha particular que no sea lo que sus sentidos le dicten.
Tampoco quita nada, sólo resume y sintetiza lo que ha consultado en distintos
textos escritos por gentes más instruidas que él.
El caminante, cansado y con
hambre pasea su mirada por el entorno y está muy de acuerdo con la elección que
hicieron en su día los fundadores del poblado pues las vistas sobre el valle
medio del Guadiana Menor y el curso y desembocadura del río Ceal en el Guadiana
Menor son impresionantes. Se contemplan desde el alcor las fértiles vegas del
Guadiana Menor y la aldea de Ceal, también extensos espartales que anticipan,
de alguna manera, el avance de estas tierras hacia una progresiva e imparable
desertización. Visto lo cual, y habida cuenta el cansancio y la hora, el
caminante se dispone a dar buena cuenta de las viandas que, amablemente, le
suministraron en el pueblo de Hinojares.
Después de varios años sin
haberse producido intervenciones humanas en el yacimiento, las excavaciones han
sido invadidas por retamas, piornos, lentiscos, jaras y demás
especies de la vegetación mediterránea propia de la zona, confiriendo a las
mismas un aspecto de abandono que no tardará el tiempo y la vegetación en
engullir. El caminante se recuesta sobre los restos de lo que debieron ser los
pétreos muros de una vivienda y, a sotavento de una suave brisa y acariciado
por el sol, se zampa, sin contemplaciones, la casi totalidad de sus reservas
alimenticias, sólidas y líquidas.
Por la carretera pasa, de vez en
cuando, algún coche cuyo rumor apenas percibe el caminante. A lo lejos,
probablemente descansando como el caminante, el pastor canta a sus ovejas que,
inmóviles, apelotonadas, capean las horas del descanso. El caminante, saciada
su hambre, centra su atención en las florecillas silvestres y en los pequeños
insectos que corren desenfrenadamente de un lugar para otro preámbulo, todo, de
un agradable sopor que lo vence para entregarlo en brazos de lo desconocido.
Por momentos el caminante fue íbero, romano, posadero, carretero y quién sabe
qué más cosas. Se conoce que el caminante no ha sido todavía capaz de hacer
abstracción onírica respecto del entorno.
El caminante no puede por menos
que pensar en los avatares del destino. Camina sobre la vía que era la ruta
comercial de penetración hacia el valle del Guadalquivir desde el levante y los
altiplanos de Granada de todo tipo de productos, manufacturados y sin
manufacturar, y culturas, desde la Edad del Bronce, camino de los asentamientos
íberos más al oeste y al interior, considerándose al Guadiana Menor como tal
importante vía de comunicación.
Dos milenios después esta vía,
en sentido inverso, será utilizada nuevamente por las gentes en un intenso
flujo migratorio hacia el levante español y Cataluña. En las décadas de los
años sesenta, setenta y ochenta más de un tercio de la población de los valles
del Guadiana Menor y Guadalquivir emigrará, por esta misma vía, a la búsqueda
de un futuro mejor para ellos y para sus hijos. Trocarán sus trabajos agrícolas
o ganaderos por trabajos en la industria, la construcción o el
turismo de tal modo que pueblos que en 1950 tenían una determinada población
apenas tienen ahora la mitad de antaño.
El caminante, junto con su
familia, fue uno de aquellos emigrantes que utilizó esa vía allá por su
adolescencia. El transporte se hacía en furgonetas de carga no aptas para
transporte humano que, aprovechando la nocturnidad, cargaba personas y enseres
para dejarlos en su destino, la mayor de las veces tampoco apto e incierto pero
que se solía resolver de forma positiva gracias al esfuerzo de los que habían
sido pioneros en la migración que, en un magnífico gesto de generosidad, ponían
a disposición de los nuevos casas e influencias. Sirvan estas reflexiones como
homenaje a aquellas personas que, no teniendo mucho que ganar y sí que perder,
ponían sus vehículos a disposición de los que querían o debían emigrar para
paliar la, en la mayor parte de las ocasiones, mala comunicación y el
aislamiento de tantos pueblos.
Convenientemente descansado,
mochila a la espalda y de nuevo en la carretera, el caminante deja atrás el
yacimiento de los Castellones de Ceal e inicia la bajada, pronunciada, hacia la
aldea del mismo nombre, ya en término municipal de Huesa, a menos de un
kilómetro.
Es una bajada alegre y fácil. A
la derecha del caminante el Cerro del Cominar, el Peñón de Padilla y el Cerro
Jabonero. A la izquierda el río Guadiana Menor, que empieza a abrirse, amplio,
poderoso; el Cerro de Quebranta, la Majada de la Presa, el Cerro de los
Cocones, el vértice geodésico del Pico Tomillar, el Tabernillas, vigilante,
sobre las Hazas Blancas y de su mismo nombre, el Cerro Miguel, la Peña Cambrón
y varios relieves geográficos que interesan al caminante y que, si las fuerzas
acompañan, hollará en días posteriores.
Hacia poniente el sol ha
iniciado ya su camino de recogida y el caminante siempre tiene ante sí,
visible, la carretera que, dos horas de camino más allá, muchas curvas y
cuestas, le llevará hacia el pueblo de Huesa donde nació,
estudió y vivió una parte esencial de su vida. Allí establecerá su base de
operaciones para recorrer a pie los senderos de su término municipal, auparse
hasta sus vértices geodésicos, conocer sus distintas aldeas y cortijadas,
relacionarse con sus gentes, profundizar en su fauna, su flora, sus costumbres
y, en fin, todo aquello que pueda sumar en el mejor conocimiento de su tierra.
Sin perder nunca de vista la
aldea de Ceal, el caminante cruza el puente sobre el río Ceal. El río Ceal es
un río de corto recorrido que toma carácter a la altura de la aldea de Arroyo
Molinos con la confluencia del río Turrillas y del río Tíscar que se despeña
desde el puerto del mismo nombre pasando por el Vadillo y la Cueva del Agua.
Suman sus aguas también los
barrancos del Cañaveral y de la Canal, procedente este de las altas cumbres de
la sierra y que, tras unas obras hidrológicas, se ha convertido en abastecedor
imprescindible de agua potable a los habitantes de la zona. También algunas
ramblas contribuyen a su caudal, pero estas sólo en casos de lluvia y no como
suministro permanente de agua por nacimiento.
Como ha quedado dicho ya, el río
Ceal vierte sus aguas al Guadiana Menor un poco más abajo. Debido a los
deshielos el río baja alegre y transparente y con un caudal más que aceptable. Al
poco de cruzar el río, a la derecha, se ofrece al caminante el camino que va a
la aldea de Arroyo Molinos, algunos kilómetros al norte. El caminante tiene
reservado este trayecto para otro episodio y continúa recto en dirección a la
aldea de Ceal.
Ceal es una aldea situada al sur
del municipio, a unos diez kilómetros más o menos, Aunque en sus mejores
tiempos llegó a rozar las dos centenas de habitantes, en la actualidad, con no
más de una treintena de casas apenas viven una decena de personas de forma
permanente que se dedican a la agricultura y a la ganadería en su mayor parte.
La mayoría de propietarios de las viviendas viven o en Huesa o en algunas
localidades del levante español donde emigraron en la década de los sesenta.
El caminante
entra en la aldea por la carretera que une Huesa con Hinojares. Unos perrillos
que dormitan al sol levantan indo-lentes la cabeza y pasan absolutamente de él.
A ambos lados de la calle casas pintadas o encaladas de blanco muestran su buen
estado de conservación, algunas con parras plantadas sobre las aceras y un
pequeño jardincillo con espliegos, romeros y macetas floridas.
Por ser una hora quizás
intempestiva el caminante no se tropieza a nadie en su periplo por la aldea,
vislumbra, sí, algún visillo que se corre para echar un vistazo y sigue su
camino tranquila-mente ignorado por los propios del lugar.
El caminante se quedó con una
impresión muy favorable sobre el estado de limpieza y conservación de la aldea.
Algunas casas, pocas, en esta parte, son de reciente construcción; otras,
restauradas, recuerdan al caminante la Ceal de finales de los años cincuenta y
principio de los sesenta cuando, monaguillo él, después de la misa dominical
del pueblo, acompañaba a Don Francisco, párroco de Huesa, a decir misa en la
aldea, por aquéllos entonces más poblada y bullanguera que ahora. En esa época
de escasos medios de locomoción mecánicos el padre del caminante, jinete en su
asno, en su oficio de recovero, surtía de algunas necesidades a la población de
la aldea que, como reza el oficio del padre del caminante, truncaba por huevos
que, a su vez, truncaba por productos varios en otros lares. Bonito sistema el
del trueque.
De cuando en cuando algunos
altos y anchos árboles flanquean al caminante a su paso por la aldea, el
caminante, amparado en sus sombras, sale de Ceal y continúa su camino por la
carretera que lo llevará a Huesa bordeando la rica Vega la Higuera, bañada por
el río Guadiana Menor. La carretera está en mal estado y con un piso irregular
motivado, probablemente, por la inestabilidad del terreno. Los vehículos,
pocos, que pasan lo hacen a una velocidad mayor de lo que aconsejaría la
prudencia llevados, seguramente, por el conocimiento de la carretera.
El caminante,
por precaución, se ha ceñido lo más posible a su izquierda y, casi de
anochecida ya, supera las duras rampas que le llevan hasta El Collado de los
Mozos desde donde se disfruta de una magnífica y apacible vista del pueblo de
Huesa, destino último del caminante ese día.
Anochece en el pueblo al abrigo
de la Sierra de El Caballo, que lo protege de los fríos vientos del norte y que
es una de las más importantes señas de identidad de los hueseños.
Al caminante, ante la vista de
ese vasto mar de olivos siempre le vienen a la mente los versos de Antonio
Machado:
Viejos olivos sedientos
bajo el claro sol del día,
olivares polvorientos
del campo de Andalucía!
¡El campo andaluz, peinado
por el sol canicular,
de loma en loma rayado
de olivar y de olivar!
A la izquierda las vértebras de
los Picos del Guadiana vistos en su perspectiva este oeste que semejan un
impresionante espinazo jurásico, algunas granjas de pollos y la carretera que
une Huesa y Pozo Alcón, que discurre al pie de los picos, en un estado
deplorable. La vista del pueblo desde esa atalaya es inmejorable y el caminante
se hincha de paisaje.
El caminante prefiere atajar por
el Llano de la Galana y pocos kilómetros más allá, penetra en el pueblo después
de haber dejado a su derecha el Cerrillo Perdigoso y la Cañada Marín, de
entrañables recuerdos para él.
El caminante recuerda por esa
zona y otras la existencia de antiguos jamileros en donde se vertía la jámila o
alpechín, como se dice en otros sitios, residuo de la obtención del oro líquido,
auténtica razón de vivir de estas tierras de Andalucía y
especialmente de estas tierras jienenses.
Se siente ufano y feliz el
caminante cuando pisa las primeras calles del pueblo, incluso cuando intuye su
cercanía, que lo recibe a media luz y con multitud de luciérnagas alumbrando
las ventanas. El caminante está cansado y busca lugar donde alojarse, con la
firme intención de no sustraerse a las costumbres y propuestas de la noche
hueseña que, de suyo, es harto imprevisible. Pero esta es otra historia que el
caminante, si lo cree conveniente, irá pin-celando a través de los relatos y
con el paso de los días.
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